Por Ricardo Forster
En todo caso, estamos ante una nueva etapa de un ciclo histórico con características excepcionales que, de una manera insospechada, le ha cambiado la fisonomía a la vida argentina. Si quisiéramos mirar en espejo la historia tratando de buscar algún equivalente tendríamos que, tal vez y salvando distancias y diferencias, regresar sobre el primer peronismo que constituyó, de eso no hay ninguna duda ni polémica entre los historiadores, una profunda y decisiva inflexión que modificó de cuajo identidades, cultura, mundo social y geografía política y económica dándole forma, en sus zigzagueos, ambivalencias, realizaciones, sueños, esperanzas, tragedias y frustraciones a la Argentina de los últimos 60 años. Lo cierto es que partiendo de un magro 22 por ciento de los votos y en circunstancias harto difíciles en las que cualquier decisión constituía un riesgo y una incertidumbre, el proyecto inaugurado por Néstor Kirchner en mayo de 2003 llega a una legitimación social, con las elecciones del 23 de octubre, que marca un verdadero hito histórico.
El nivel de las iniciativas y la intensidad de los cambios producidos señalan la excepcionalidad de este momento y su altísima capacidad para romper la inercia de crisis y decadencia que se había instalado como un mal crónico entre nosotros. Pero esas transformaciones asumieron un rol completamente distinto del de los años ’90, década también atravesada por un proyecto (asociado oscuramente y deudor de lo iniciado y no concluido por Martínez de Hoz y la dictadura) que conmovió desgarradoramente la vida de los argentinos dejando marcas profundas en una sociedad que recién ahora comienza a salir de las determinaciones de ese tiempo dominado por la quimera de la globalización, el individualismo consumista, el sueño de ingresar al primer mundo y las relaciones carnales. Nunca estará de más recordar la persistencia, entre nosotros, de esas marcas que le dieron forma a un sentido común hegemonizado por los valores emergentes de una trama económico-social construida para terminar de destruir lo que quedaba de la Argentina heredada, con idas y vueltas, desde la irrupción del peronismo. En un sentido no menor, y bajo la imperiosa necesidad de reparar lo dañado, el kirchnerismo tuvo que remontar una cuesta muy empinada que, entre otras cosas, exigía reconstruir relato, valores y memoria.
Invirtiendo radicalmente la matriz neoliberal que dominó la etapa del menemismo, lo abierto el 25 de mayo de 2003 vino a sorprender a una sociedad que, esto hay que decirlo, no imaginaba que ese hombre alto, flaco y desgarbado se pondría a la altura de su discurso inaugural. Una sociedad fragmentada, moral y socialmente dañada, con un nivel de desconfianza proporcional a las vastas desilusiones de una democracia que languidecía mientras crecían exponencialmente la miseria, la exclusión social, la desigualdad y lo sombrío dominaba a las almas cabizbajas de un país en llamas, no parecía muy dispuesta a creerle a un desconocido gobernador santacruceño que venía en nombre de “una generación diezmada” y afirmaba, como se había hecho recurrentemente en el pasado pero invirtiendo después esa promesa, que “no pensaba dejar sus convicciones en la puerta de entrada a la Casa Rosada”. Entre la sorpresa, el azar que hizo lo suyo, la incredulidad y el coraje para quebrarle el espinazo a la profecía autocumplida de la catástrofe, ese desaliñado caminante del viento patagónico, acostumbrado a inclinar el cuerpo hacia adelante para seguir avanzando, inició un giro espectacular de la historia nacional que encontró su punto de máximo reconocimiento en el cierre, provisorio, de esa tremenda etapa de reconstrucción y de reparación de la vida argentina. Cristina, con su triunfo aluvional, vino a sellar lo que previamente había inaugurado su compañero de toda la vida. Ahora, consumada la hazaña de remontar la derrota de junio de 2009, se abre, bajo la lógica de la continuidad de un proyecto poderoso, una nueva etapa en este complejo y apasionante camino.
El kirchnerismo, porque de él se trata, ha logrado, remando contracorriente, torcer el rumbo de un país que no podía salir de su eterna frustración y que no acababa de reponerse de la peor crisis social de su historia. Y lo hizo, en primer lugar, gracias a la voluntad inquebrantable y a la potencia política de Néstor Kirchner que llegó inesperadamente y en condiciones de extrema fragilidad a un lugar que quemaba a todo aquel que se le acercaba. Tomó un país incendiado, sin brújula y corroído económica, política e institucionalmente y lo hizo sabiendo de las dificultades y de los escollos con los que no dejaría de toparse, en especial los que vendrían, como casi siempre en nuestra historia, del poder económico. Supo, Kirchner, entrelazar, como no se hacía desde tiempos lejanos, convicciones con acción de gobierno; comprendió que era indispensable reconstruir tanto vida económica y social en conjunto con una reconstrucción de la memoria y la justicia. Pero también supo mirar más lejos y afianzó los lazos estratégicos con el Brasil de Lula que fue el punto de partida para la definitiva inserción de la Argentina en América latina y, a la par, avanzó con audacia en un proceso de desendeudamiento que terminó por ser decisivo a la hora de proteger al país de la inclemente crisis económica mundial (también, junto con Lula, canceló la deuda con el FMI rompiendo una dependencia histórica que los gobiernos democráticos tenían con esa entidad financiera). La impronta de Kirchner ha sido fundamental y es el punto de partida sin el cual no hubiera sido posible alcanzar una victoria tan contundente.
No fue, entonces, casual que en su discurso del domingo a la noche, discurso tocado por recuerdos y fantasmas, potente y medular, y testimonio de tanto camino recorrido, Cristina, como respondiendo al coro mediático opositor que buscaba separar su aplastante triunfo de la impronta abierta el 25 de mayo de 2003, le dedicase su parte más emotiva y políticamente intensa a resaltar a Néstor Kirchner, a su voluntad y a su tozudez para ir contra lo que el poder y el sistema buscaron imponerle desde un comienzo. Cristina rescató al militante, al estratega y al arquitecto de un proyecto que, muy poco tiempo atrás, resultaba apenas un sueño trasnochado, una quimera inalcanzable. Pero también selló la profunda y decisiva imbricación entre su gobierno y lo que, en otro lugar, he denominado el “nombre de Kirchner”, es decir la emergencia excepcional de una figura que vino a enloquecer la historia argentina abriendo lo que parecía imposible de abrir. Voluntad, coraje, audacia, invención, determinación y una pizca de locura están en la alquimia de este tiempo nacional en el que tantas cosas sorprendentes no han dejado de impactarnos e interpelarnos.
El país fue testigo de un emocionado homenaje que se convirtió, al mismo tiempo, en un extraordinario reconocimiento de quien fuera, según las palabras de Cristina, “uno de los cuadros políticos más potentes de la historia argentina”. Por fuera de las especulaciones morbosas o de las lucubraciones mezquinas y descalificadoras de algunos intelectuales que suelen despacharse a gusto en las páginas de La Nación, lo que simplemente hizo Cristina, en la noche del triunfo y el recuerdo emocionado y aclarando que no hablaba en su condición de viuda sino de militante, fue reconstruir el largo camino recorrido junto a Kirchner, un camino que logró lo que parecía una quimera: darle forma a una fuerza política capaz de reencontrarse con el apoyo y el fervor de una parte sustancial del pueblo argentino no a través de las trampas pospolíticas y espectacularizantes de los estetas noventistas sino a partir de decisiones y acciones de gobierno que modificaron de cuajo la persistencia del modelo neoliberal. Lo que reivindicó fue lo olvidado por quienes siguen creyéndose los sutiles intérpretes de la actualidad: la dimensión esencialmente política de Néstor Kirchner, su voluntad para ponerse al hombro un país estallado y su coraje para sacarlo de su indigencia económica, política y moral. Nada más insustancial y vacío de ideas que interpretar el triunfo del 23 de octubre como si fuera el resultado de las dotes, como lo señaló sin pudor Beatriz Sarlo en el diario fundado por Mitre, de consumada actriz de Cristina, capaz, con un puñado de “publicistas e ideólogos”, de diseñar el camino que, apropiándose de su condición de viuda, le permitió llegar a donde llegó. Sarlo no ha logrado salir de la matriz despolitizadora que contaminó, como una epidemia, al progresismo en los años ’90 y que sigue presente en algunos de sus actuales representantes tan fervorosos y nostálgicos de la “República perdida” y de las estéticas posmodernas.
También, en esta hora de consolidación exponencial, hay que recordar las dificultades, la inclemencia de la corporación mediática que se lanzó, sin contemplaciones, a horadar al gobierno de Cristina. A veces la actualidad suele velar lo previo y nos hace olvidar lo que sucedió entre marzo de 2008 –cuando estalló el conflicto con las patronales agrarias que encontraron en los medios de comunicación concentrados sus mejores aliados– y junio de 2009, cuando las elecciones de medio mandato expusieron la debilidad, en ese momento, del apoyo popular al Gobierno. Y, sin embargo, en cada uno de esos momentos extremadamente difíciles y complejos la respuesta del kirchnerismo, de Cristina y Néstor, fue no sólo no retroceder sino, con una contundencia innovadora en la vida política democrática, doblar la apuesta como respuesta a las presiones y a los chantajes de las corporaciones. Así se hizo después del voto no positivo del invisible Cobos que motivó, para sorpresa del poder, que Cristina no se replegara sino que, en una decisión desafiante y estratégicamente inobjetable, produjera un cambio estructural de la economía al reestatizar el sistema jubilatorio. La respuesta a la derrota de junio de 2009 fue la aprobación de la ley de servicios audiovisuales después de amplificar en todo el país un debate excepcional, la decisión de implementar la asignación universal que cambió el mapa de la pobreza y de la indigencia habilitando una transformación fundamental en la relación entre el Gobierno y esos sectores dañados hasta la médula por un sistema reproductor de injusticias, desigualdades y exclusiones que la implementación de la asignación vino en parte a reparar. Ese año terminó con el cambio de mando en el Banco Central que llevó a Mercedes Marcó del Pont a su presidencia eyectando al Golden Boy y redefiniendo lo que hasta ese momento había sido una supuesta matriz intocable respecto del uso de las reservas.
Y qué decir del inolvidable 2010 que contuvo, en su interior, tanto como para ocupar la totalidad de un tiempo apasionante: desde los impresionantes y multitudinarios festejos del Bicentenario hasta ese acontecimiento parteaguas que fue la muerte sorpresiva de Néstor Kirchner, pasando previamente por la ley de matrimonio civil igualitario. Un año de intensidades extremas, de alegría y tristeza, que mostró hasta dónde había desplegado el kirchnerismo una profunda ofensiva contracultural que, a caballo de un proyecto capaz de ir generando cambios estructurales en la vida de los argentinos, le había logrado torcer el brazo a la hegemonía cultural ejercida por la corporación mediática. Cristina, en un sentido incluso más radical que Néstor, jugó a fondo la carta de la disputa por el relato. Ella estuvo en cada detalle y se hizo cargo de darle contenido político a esa disputa.
El resultado electoral no es, entonces, y como intentó presentar el arco opositor junto con el “periodismo independiente”, la consecuencia unilateral de los altos índices de consumo y de la marcha exitosa de la economía. Es en parte eso y muchísimo más: la consolidación de una figura extraordinaria de la política como lo es Cristina, la presencia poderosa de Néstor Kirchner en lo más entrañable y profundo del sentimiento popular, la capacidad para salir a disputar sentido y relato de la mano de una decisiva reescritura de la historia nacional que se conjugó con la emergencia de actores cultural-políticos que le aportaron mucho al proceso de construcción del kirchnerismo, el desenmascaramiento de las estrategias engañosas de la corporación mediática, la puesta en evidencia de una oposición política famélica de ideas y cooptada hasta los huesos por la agenda armada por esos mismos medios, la audacia para enfrentar la crisis económica mundial, la política científica y de recuperación de la industria, la inversión inédita en educación, y tantas otras cosas que la autoceguera le impidió ver a una oposición que leyó un diario especialmente escrito para ella.
Ahora se abre una nueva y compleja etapa cuyo eje, así lo ha dicho con elocuencia Cristina, será avanzar en la construcción de una sociedad más igualitaria. Ese es el desafío de los cuatro años que se abren, desafío que tendrá la impronta de quien sellara a fuego un nuevo tiempo argentino un día de mayo que, cuando la distancia lo permita, será recordado como un parteaguas de la historia. Entre el 23 y el 27 de octubre, y por esos caprichos del almanaque, en lo que va de una a otra fecha, la del triunfo y la del recuerdo, la del compromiso y la de la tristeza, se conjuga la pasión política que le abrazó el alma a Néstor Kirchner y la voluntad de seguir ese mandato guardado en la memoria popular y nacido en otro tiempo argentino por quien hoy, sola y acompañada por millones, seguirá su propio camino para consolidar lo que soñaron, siendo muy jóvenes, con su compañero de amor, vida e ideales.
23DIARIO
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