Después de que su abuela le diera la palabra, justo tras los aplausos, apenas antes de chequear el micrófono y largar el iniciático saludo “hola, buenas tardes”, Ignacio Guido tuvo un gesto que habría resultado notable –o, al menos, mucho más evidente– si la tremenda emoción de aquella conferencia de prensa, su presentación en sociedad, no lo hubiera acaparado todo. Tomó aliento y respiró hondo durante un eterno instante como quien se dispone a sumergirse bajo el agua. Fue un suspiro que dejó el tiempo en suspenso, tal vez como en esas únicas cinco horas que pasó con su madre, Laura (“Cinco horas de milagro en el medio del infierno/ sin goteras monocordes ni sabor a Armagedón/ sin suplicios ni traslados, sin oscuros simulacros/ cinco del azul celeste entre las nubes del horror”, según describe la flamante canción de la banda platense La Caverna), un parar la pelota con múltiples significados: afrontar las filtraciones de semejante noticia y disponerse, como él mismo dice, a todo esto –dar una conferencia de prensa– que no es lo realmente importante (“lo que importa es el encuentro íntimo”) pero que también es importante (“porque si no ¿para qué vienen?” como les dijo esa tarde a los periodistas). Y también una forma de abordar el escenario y salir a la cancha y sumergirse en aguas artísticas, en esa condición anfibia de la creación que oscila entre lo público y lo privado, entre la instancia íntima y solitaria del repliegue para comprender lo que ni siquiera se puede nombrar y luego arrojarlo hacia afuera.
Respirar hondo significó para él sumergirse definitivamente en ese pasado que (también presente, también futuro, tan círculo) lo alcanza, y en esos libros de Historia en los que (queriéndolo o no) ya sabe que va a entrar (“y es un peso que hay que llevar”). En definitiva, en ese gesto que marca el momento de mayor expresividad de toda la conferencia de prensa podría cifrarse el encuentro de Ignacio con Guido.
“Claro que me acuerdo de ese momento. Y sí, lo de tomar aire, es cierto, es el mismo gesto que tenés cuando vas a tocar: respirar y hacer lo mejor posible. Yo tengo en claro que esa conferencia fue más importante para los demás que para mí. Igual fue un momento iluminado, todo lo que tenía para decir lo dije ahí y no sé sí lo voy a poder hacer mejor”, reflexiona Ignacio Guido Hurban Montoya Carlotto, sentado en un banquito junto al piano donde, entre mate y mate, irá a buscar alguna nota a manera de ejemplo o de apoyo cuando se queda sin palabras, o en los muy escasos momentos en que no hace un chiste o no esboza esa sonrisa que ilumina un día lluvioso. La entrevista transcurre en la Escuela Municipal Hermanos Rossi de la ciudad de Olavarría, a 353 kilómetros de Capital Federal. Ignacio Guido es el director de la escuela y Olavarría es una ciudad que, al parecer, se toma con calma la convulsión por el juicio por los crímenes del centro clandestino de detención Monte Peloni (que comenzó el martes pasado y que tiene como querellante a su tío Remo Carlotto), y por la noticia de la aparición de Guido, desde ahora su personalidad más destacada, al que la estación de micros de Olavarría parece rendirle un involuntario pero poético homenaje con la misteriosa presencia de un piano cerrado con llave, arrumbado en un rincón junto a discos de vinilo de Strauss y Beethoven, en una suerte de living con viajeros y perros que rompe el protocolo de cualquier estación y donde también se apura en dar la hora una especie de reloj cucú sin cucú.
¿Te preguntabas si iba a aparecer el nieto de Estela?–Sí, pensaba mucho en eso. Me acuerdo una vez de que estaba con mi mujer en la cama, con el control en la mano, y le dije: “Mirá vos, pobre mujer, nunca más lo va a encontrar al nieto, quizá se muere sin llegar a verlo” y era yo, te comés el flash de tu vida. Y más loco aún habría sido si antes nos hubiéramos encontrado y sacado una foto. En realidad eso pasó con una chica que trabaja en el área de investigación de Abuelas, esposa del músico Mintcho Garrammone: justo vinieron a dar una clínica acá y en un momento estuvimos todos sentados. Cuando se dio la noticia la jodían diciéndole: “Vos no encontrás una vaca en la cartera porque lo tuviste ahí”. Y después no sabés cómo se puso cuando me vio. La historia es muy increíble.
¿Cuándo comenzaron tus dudas?–Los ruidos estuvieron siempre y encontré un par de cosas que me llevaron a sospechar aún más. Quizá sería mejor para mí y para todos tener un momento concreto y poder decirte que a partir de ahí me di cuenta. Pero no, fue mucho más gradual, como una sucesión de nudos. Como el ruido de fondo de esas luces que sólo percibís cuando las apagás y te das cuenta de cuánto te hinchaba las bolas y no sabías, como un nudo que tenés en algún lugar y se abre, son cosas que las venís trayendo: es muy fuerte, evidentemente, lo que traés. No sólo el parecido físico, son los llamados a hacer cosas que no tendrías por qué haberlas hecho: como ser músico, como terminar tocando todos los 24 de marzo en el Día de la Memoria y no saber por qué –yo no soy un militante ni mucho menos–, como escribir “Para la memoria” y sentirla tan propia.
VIDAS EXTRAORDINARIAS
Con letra y música de Ignacio, “Para la memoria” –la canción en cuestión– tiene una gramática compleja que dice, entre otras cosas: “Cargando en ancas los hombros/ vanse quedando los años/ no se han cerrado las puertas/ ni las heridas de antaño”. Ignacio, que desde el momento en que se enteró de que era adoptado va a una psicóloga (“es excelente, no creía mucho en eso pero la verdad que está buenísimo”) la escribió poco antes de un 24 de marzo, aunque aclara que hacía tiempo la venía rumiando y terminó de salir luego del impacto que le causó la muestra fotográfica Ausencias, de Gustavo Germano.
Ignacio, que construye día a día el vínculo con sus dos abuelas –Estela y Hortensia–, con las que habla muy seguido, asegura que “Para la memoria” entró en su disco Musa rea casi por la ventana, como si no tuviera mucho que ver. Como no hubo tiempo para que la cantara nadie, la terminó cantando él.
¿Te habías enterado del libro sobre tu mamá y de la película sobre tu abuela en su momento?–Ahora mismo estoy leyendo Laura, porque me lo regaló Maru Ludueña, la autora, hace muy poco: está muy bien escrito y sirve para encontrar más información y entender por qué hicieron lo que hicieron y tomaron esas decisiones. La película la había visto antes, pero por accidente: habíamos ido con mi mujer a ver Elefante blanco en el Festival Lucas Demare y me equivoqué de horario. Ahora me la acercó Nico Gil Lavedra, porque el 2 de octubre, al otro día del concierto, vamos a grabar una especie de escena final en la que yo salgo tocando el piano para cerrar la película, y la verdad que me di cuenta de que no me acordaba demasiado.
¿Qué te provocan los comentarios que dicen que todo está armado?–Las teorías conspirativas son muy seductoras. Yo, desde mi computadora, soy el único en el mundo que me doy cuenta de algo y no estoy contaminado por la mentira de todos. Me mandaron al Twitter algunos mensajes diciéndome “yo sé que vos sos una mentira”. Ellos sabían, ellos sabían todo, a ellos no los iba a engañar... también la insultaban a Cristina. La tapa de Barcelona fue alucinante: “El siniestro plan del Gobierno para restituir nietos cada vez que se pudre todo”.
¿Aceptarías un cargo político?–No, no, no tengo vocación para eso y no lo sé hacer, capaz que por ahí una elección te la gano, pero ¿qué hago después? Aparte yo lo dije en la conferencia: la actividad musical es también una actividad política.
Con Estela fueron invitados a visitar al papa Francisco en el Vaticano. ¿Cómo es tu relación con la fe?–Voy a hacer mía una frase muy linda del Negro (Carlos) Aguirre: yo creo en Dios pero aun no sé cómo se llama. Siento en la piel que hay una energía, una religiosidad, una espiritualidad a la cual nos tenemos que acercar, pero no le encuentro nombre todavía. Yo tuve una educación religiosa muy estricta porque me crié en la Colonia San Miguel, una comunidad alemana con un catolicismo muy practicante y yo hice todo el tour religioso, desde el bautismo hasta la confirmación, y cuando pude empezar a decidir un poco me alejé de eso. De todas formas, entiendo mi vida como una búsqueda espiritual constante.
¿Cómo elaborás la figura de tus padres biológicos? Porque, en algún punto, para vos nacen y mueren al mismo tiempo.–Sí, es un duelo que hay que hacer: conocerlos para hacer el duelo; pero también lo que es muy fuerte es saber que tus viejos eran más chicos que vos, flash total. Es parte de lo que significa esta cosa tan extraña, extraordinaria. Y ahí está la confusión, ¿viste? Porque mi vida ahora es extraordinaria, lo cual no significa que yo sea extraordinario, porque en realidad no existen personas extraordinarias sino vidas extraordinarias. Mi caso es un ejemplo muy claro de eso.
LA ISLA DEL TESORO
Conocer algo de la vida de Ignacio Guido (saber, por ejemplo, que le gustan mucho las series Breaking Bad, Black Mirror y The Walking Dead, o que siempre ve a Capusotto) implica algo similar a lo que ocurre cuando se vuelve a ver una de esas películas cuyo final sorprendente termina resignificando cada una de las escenas. En la conferencia de prensa, cuando le preguntaron si tenía algún recuerdo de aquellas cinco horas con Laura, dijo rápidamente, y con su característica honestidad, que no. Pero, al mismo tiempo, estableció una inmediata y directa relación entre ese pasado que vuelve y el hecho de dedicarse a la música.
–Es que es muy fuerte. Siempre había tenido esa pregunta sin respuesta, como una cuenta pendiente: ¿por qué te dedicaste a la música? Más teniendo en cuenta las características de donde vengo. No es para criticar, pero el campo tiene sus particularidades, esa situación rural a la que agradezco porque me dio un paisaje y una tranquilidad que me enseñaron cosas que no hubiera aprendido de otra forma. El paisaje rural tiene una cosa que termina girando sobre sí misma: la gente que está ahí también trabaja y son muy felices porque es su hábitat, de la misma forma que en la ciudad las personas viven contentas casi sin espacio, o por lo menos todos se quejan pero nadie se va. Entonces siempre me hizo ruido esa contradicción: yo crecí en el campo y tomé este rumbo tan particular y ajeno a ese medio ambiente –no sólo por la música sino por el jazz, por vivir a la búsqueda de lo nuevo, de cierta vanguardia, un espíritu de búsqueda constante que no me podía explicar–.
¿Qué aprendiste en el campo?–A tener otro contacto con las cosas y conmigo mismo. Yo me crié muy solo pero no lo digo desde un lugar de queja, está buenísimo: la soledad como disparador creativo. Lo veo ahora que tengo edad y que, si bien aún no soy padre, con mi mujer estamos pensando un poco en eso. También porque veo cómo crecen los hijos de mis amigos. Cuando yo me retrotraigo a esa infancia primera me veo inventando todo lo necesario para divertirme, algo que hoy no es común porque la cosa viene más inventada para los chicos, ¿viste? No sólo por internet, antes, inclusive. Los juguetes... yo me fabricaba mis cosas, leía mucho, inventaba mi mundo y veía en esa llanura que había todos los castillos necesarios para que pasaran las aventuras que yo eligiera.
¿Pasabas muchas horas solo?–Sí, porque en el campo trabaja el padre y la madre y los chicos tienen algunas actividades pautadas pero después hay un montonazo de tiempo libre, sobre todo en los veranos, cuando no había que ir a la escuela. Dibujaba y leía muchísimo.
¿Te acordás de qué leías?–Mirá, me acuerdo de que empecé con esas colecciones amarillas de Robin Hood. Había una biblioteca en la casa de los patrones producto de las mudanzas. Me acerqué a esa biblioteca y empecé a leer sin ningún tipo de condicionamiento, porque me gustaban las tapas. Me leí todos, me gustaba mucho Salgari, hasta que llegue a un libro que me fascinó y es el que más veces leí y voy a leer en mi vida: La isla del tesoro de Stevenson.
¿Y por qué te gustó tanto?–La historia es indestructible, es un libro tremendo que hay que recomendar. Está escrito en primera persona, bajo la voz y la mirada de un niño que vive en una posada medio fundida hasta que llega un pirata con un mapa y arranca la historia. Me gusta porque no es nada grandilocuente. Y hay otro libro menos conocido que se llama La vuelta a la isla del tesoro, que lo escribió otro tipo. Lo loco es que primero leí La vuelta... y después, sí, la primera parte, que tiene un final bastante abierto. Entonces llega este otro loco que lo sigue muy bien, es un libro muy poco difundido: yo tengo una copia y lo quise comprar original, pero no lo conseguí. A partir de ahí empecé a leer un montón: leí la Biblia como si fuera una novela porque nadie me había explicado qué era, me aburría un poco, adelantaba y seguía, después me asustaba un poco, viste que cuando vas llegando al final se empieza a pudrir todo...
HACE DIEZ MUNDIALES QUE TE ESTAMOS BUSCANDO
Luego de que en las redes sociales se propusiera un adjetivo para describir el talento de Lionel Messi, la palabra “inmessionante” terminó figurando en el último diccionario Santillana. Quizá sólo un neologismo puede ayudar a describir en todo su esplendor lo que significa la aparición de Guido, que, de hecho, fue celebrada con humor como “el Messi de los nietos”. Además, no bien se supo la noticia, muchos de los mensajes en las redes sociales (que incluyeron los festejos del propio 10 de Barcelona y de Diego Armando Maradona) coincidían en que “éste era el Mundial que había que ganar”.
Lo cierto es que aquella frase según la cual “la vida es lo que sucede entre Mundial y Mundial” tiene también notables resonancias en el caso de Ignacio Guido: nació en cautiverio poco después de que Argentina saliera campeón de ese Mundial en eterna tela de juicio y terminó de recuperar su identidad poco después de uno de los mundiales más atractivos de los últimos tiempos.
¿Cómo viviste el Mundial de Brasil?–Antes del Mundial había mandado la planilla con los datos y poco después se confirmó todo. El Mundial fue terrible, hermoso, se jugó muy lindo en líneas generales y es cierto eso de que los chicos de doce años pudieron ver todos los partidos del campeonato por primera vez. Yo me puse el pack de DirecTV con todas las cámaras y los veía sentado en el sillón como un pajero. En los partidos de Argentina soy muy cabulero: me ponía muy nervioso y empezaba a limpiar, a fregar, como loco. Para mí fue un Mundial increíble y estuvimos ahí, la puta que lo parió. Lo que nos cagó fue que no estuvo Di María y que los delanteros estaban todos rotos.
Vos que sos el Messi de los nietos, ¿qué pensás de él?–Y, cuando el equipo estaba para atrás, él hizo todo. No es sólo que el tipo haga goles, también es lo que provoca en el rival desde que está en el vestuario, pensando que el petiso le puede pintar la cara en cualquier momento. A mí me parece que le pedimos a Messi que sea Maradona, y después tampoco nos bancamos a Diego: pedimos su irreverencia pero después no la soportamos. Aparte Messi es un genio, el más genio de todos, y poder verlo es como haber sido contemporáneo de Bach y haber ido a esas misas, es un privilegio que se ponga la celeste y blanca, es un chabón que lo único que le importa es jugar al fútbol, nada más que eso.
¿Y de Maradona?–A Messi y a Maradona los definen dos cuentos. A Messi lo define “Messi es un perro”, de Hernán Casciari. Está en YouTube. El tipo lo único que quiere es correr la pelota. Y no tiene por qué tener lo otro, es magia pura. Y Maradona es el cuento “Me van a tener que disculpar”, de Sacheri, que habla de lo que significaron sus goles a los ingleses. Ese cuento es terrible, yo no lo puedo leer sin llorar. Hay que perdonarle todo, hay que dejarlo en paz con sus cosas. Como a Messi, que no te puede mirar cuando habla, pero qué te importa. A mí me contaron los chicos de La Garganta Poderosa que, cuando lo entrevistaron, el pibe respondía todas las preguntas mirando al piso y el único momento en que miró para arriba fue cuando le dieron una pelota para hacer jueguito.
Hace poco estuviste en la cancha de River con Estela. ¿Cómo viviste el descenso?–Fue tremendo (se tapa la cara con las manos y se queda varios segundos en silencio). Me volví fanático en el 90 y pico, con ese equipo que ganó todo. Después me desenganché y volví a verlo cuando el avión estaba en problemas. Me convencí de que nos íbamos a la B cuando en los partidos de Promoción le hacen una nota a Passarella y dice: “Nosotros no nos podemos ir a la B”, como suponiendo que iba a pasar algo externo y mágico. Pero lo peor vino después, cuando jugamos con Boca Unidos, ésa fue tremenda: ese club con ese nombre de mierda. El que nos hizo el gol, en el último minuto, se llama (Cristian) Núñez, Núñez, ¿entendés? Además era tan fanático de River que le puso al hijo Radamel y, como si todo eso fuera poco, al otro día Boca sale campeón invicto. Acá terminó todo, pensé, mientras empezaba a ver con cariño otros deportes.
¿Y vos hacés deportes?–Bicicleta, de chico andaba a caballo pero no podía hacer demasiado porque no tenía con quién, igual no cambies de tema. Volvimos, volvimos y yo pensé que iban a pasar catorce mil años hasta que volviéramos a ser campeones y Ramón lo consiguió no sé cómo, y de golpe el equipo ahora está jugando divino. No sabés el otro día que fui al Monumental con Tigre el cagazo que tenía: si llegábamos a perder iba a quedar para toda la vida como mufa, ya me imaginaba los memes con mi carita. Al final ganamos con dos goles de Mora.
Te salvaste–Me re salvé, una fiesta total. Después, te digo que la abuela tenía más nervios que yo. Ella es de Estudiantes, pero había ido hace unos años a un partido en Italia entre Juventus, que era local, y Roma, porque le hicieron un homenaje de la Juventus. Se fue en medio del partido porque tenía miedo de eso, de quedar como mufa, La Juve iba perdiendo 3 a 1, después empataron.
EL PIANISTA
Lo que el fútbol es a Messi, la música es a Ignacio Guido, que antes de ser Guido ya se había hecho un lugar en la música compartiendo grabaciones con artistas como Liliana Herrero, Carlos “Negro” Aguirre o Raly Barrionuevo. Y próximamente habrá dos grandes oportunidades de disfrutar su talento. La primera sucederá el próximo miércoles a las 20.30, nada menos que en el Espacio Cultural de la Memoria Haroldo Conti (ex ESMA), un encuentro íntimo y simbólico teniendo en cuenta las características del lugar (la entrada es gratuita y está sujeta a la capacidad limitada de la sala). El segundo, al que va a poder acceder mayor cantidad de personas, tendrá lugar el sábado 1º de noviembre en el ND/Teatro (Paraguay 918), y las entradas ya están a la venta en
www.plateanet.com
Ignacio Guido dará a conocer el trabajo que viene realizando desde el 2008 con su septeto –Florencia Otero en voz, Valentín Reiners en guitarra, Ingrid Feniger en clarinete, Luz Romero en flauta, Nicolás Hailand en contrabajo, Juan Simón “Colo” Maddio en batería e Ignacio Montoya Carlotto en piano, composición y arreglos–, con muchas canciones de sus discos y también algunas novedades en el repertorio, pero no en su manera de encarar lo que mejor sabe hacer: “La música para mí es un eje determinante. El otro día un compañero me decía: ‘No vamos a cambiar ahora’, cuando en verdad teníamos que cambiar porque nos cagábamos de hambre, pero seguimos haciendo la misma música, no nos vamos a convertir ahora en Agapornis”.
Y así como no cuenta con un momento preciso en el que haya advertido que era adoptado, hubo en su vida un momento bisagra en el que descubrió no sólo que iba a ser músico sino que, fueran cuales fueren las dificultades, no iba a hacer ninguna otra cosa:
–A los nueve o diez años iba con mis viejos adoptivos a unos bailes que se hacían en clubes chiquititos por acá. Una de esas veces fuimos al club Independiente de Colonia San Miguel, donde tocaba en vivo la banda de los hermanos Martel, que se llamaba Aldaba. Yo no había escuchado nunca música en vivo, una cosa rara, aparte yo accedí tarde a la tele y teníamos radio pero llegaban muy pocas FM, así que descubrí muy tarde todo aquello con lo que hoy los chicos crecen, y flasheé muchísimo con esos tipos tocando en vivo. A partir de ese día nada fue igual.
¿Ese mismo día te decidiste por el piano?–Sí, creo que me enganché con el teclado porque esa banda tenía dos. Era una época funesta, con Riki Maravilla sonando por todos lados, pero estos flacos tocaban muy bien: hacían tango, temas de onda melódica, valses, cumbia y milonga, y para mí eran la sinfónica de Londres. Les insistí a mis viejos para tomar clases y finalmente empecé con uno de los tecladistas de esa banda. Me acuerdo de que el primer día me enseñó un par de cosas sobre las notas, su ubicación y yo salí con la sensación de que había entendido todo. Pero no lo que me había explicado: entendí la vida. Mi viejo me compró un piano a pila porque no teníamos luz eléctrica y me re entusiasmé, iba dos veces por semana y tenía que hacer como 15 kilómetros en bici durante los cuales trataba de no distraerme porque tenía que memorizar todo lo aprendido. En la secundaria me encontré con un compañero que tocaba guitarra y él me incentivó a estudiar, y ahí me empezaron a pasar las primeras cosas de jazz y volé. Supe que no iba a hacer otra cosa y eso que me recibí de maestro mayor de obra con buen promedio. La pasé bien en la secundaria, me hice un grupo de amigos al que sigo viendo: un camarógrafo, un músico y un piloto de avión. La secundaria era industrial y como mi especialización era de noche, no me daban los tiempos y me fui a vivir a Loma Negra, a la casa donde estoy viviendo ahora.
¿Y cómo terminás estudiando en el Conservatorio de Avellaneda?–En realidad me fui con Esteban, un hermanazo que estuvo en la conferencia de prensa, a vivir a Quilmes y estudiar en Avellaneda. Teníamos 17, 18 años. Eramos dos paisanitos sin experiencia, fue una época de mucho descubrimiento porque, más allá de lo lindo que es vivir acá, Dios atiende en Buenos Aires. Estudié en el Conservatorio Roma, de Avellaneda, hasta el 2001. Tampoco tuve mucha tutela durante esos años, mis viejos estaban para ayudarme pero no venían mucho. Ellos pensaron que iba a seguir algo más en la línea de lo que venía estudiando, pero en ese sentido la década del 90 me ayudó, porque si un ingeniero civil manejaba un remís yo podía hacer lo mismo pero apostando a lo que me gustaba y ahí ellos me recontra bancaron, se pusieron a buscar otro laburo porque siempre es difícil mandar un hijo a Buenos Aires, y la música tiene ese estigma estúpido e irreal del de-qué-vas-a-vivir.
¿Cuándo pudiste comprarte el piano?–En el campo había una pianola que estaba hecha bolsa por las inundaciones. Hubo dos, que se llevaron puestas incluso a los pianos. El piano lo compré recién el segundo año que fui a Buenos Aires, en una casa de usados. Yo tuve un profesor muy bueno, Leandro Chiappe, en esta misma escuela de música que antes funcionaba en la calle Necochea (ahora está en Pringles). Hoy es el tecladista de Javier Calamaro y toca fenómeno. El me dice: “Vos andá a Buenos Aires, y yo te doy clases gratis”. Un titán. Me re bancó, llegué a juntar mil dólares, que para mí era una fortuna, y con él encontramos un Rönisch hecho mierda. Pero muy buen piano, como comprar un Mercedes-Benz destruido. Recién lo pude arreglar hace seis años. El piano en la vida de un pianista es un hito, porque es muy caro y te lo comprás una vez. El piano es una decisión.
¿Pensás que todo esto que pasó puede repercutir en tu música?–Sí, más vale. Porque aparte esta situación me agarró en un lugar que estaba bastante bueno, a nivel artístico muy estable y cómodo, haciendo lo que quería con quien quería. Y los primeros días, sobre todo, pensé que este cimbronazo podía tener efectos devastadores sobre mi música, hasta que volví a tomar contacto con los ensayos, con los conciertos, proponiendo algún tema y me di cuenta, tocando, siempre tocando, que estaba todo en su orden exacto, que la vida tenía que ser así. De hecho, con los chicos jodemos porque la letra, los textos, todo toma ahora otro significado. Entonces me puse a pensar que puede haber una conexión entre lo que había, lo que hay y lo que va a haber, y me sentí tranquilo. Esta es la música, no hay otra música y no hay necesidad de cambiar, lo que cambia en todo caso es el público y las condiciones, vamos a tocar en lugares más lindos, con mejor sonido, con más gente y va a replicar más. Cuando toco me siento muy bien y además siento que ésa es la verdad más verdad que tengo hoy.
¿Sos consciente de que pueden ir a ver tus conciertos por razones extramusicales?–Cuando tenés en tu espalda una historia tan poderosa está el riesgo de que se termine poniendo por encima de la estética musical. No por la mirada ajena sino por lo que le pasa a uno durante la búsqueda. Quizá la preocupación pasa por no convertirse en esos libros que hablan de temas loables pero están mal escritos. “Mirá cómo habla de la abuela, qué tierno...” Estoy más tranquilo porque el repertorio es lo que yo soy y habla de mí desde un lugar que no tiene nombre ni apellido.
Quizá también todo lo termines transformando en música.–Es lo que estaba pasando antes y sigue pasando ahora. Lo que me puse a componer es igual que antes, no es que ahora se me iluminó el cielo para que yo me ponga a pedir a gritos nuevas partituras. Cuando uno escribe o crea pasan cosas. Del “Decálogo del buen cuentista” de Horacio Quiroga lo que más me llama la atención es que recomienda no escribir pensando en el lector. A mí ahora eso me resulta difícil porque antes venían a verme cuatro tipos y ahora lo que haga va a rebotar. De todas formas, me cuesta, sí, pero aprendo a resolverlo.
¿Cómo?–Toco lo que me gusta. Hago lo mismo de siempre: me divierto como antes. Para mí componer es como jugar a la Play, no hay nada más divertido que eso. Lo que me hace estar tranquilo es que, en algún punto, yo ya sabía: con la música supe quién era antes de saber quién era.
El Primer Encuentro Nacional Arte por la Paz se lanza el martes a las 19 en el CC Haroldo Conti con Estela de Carlotto, León Gieco y Raúl Porchetto. Participarán, entre otros, Susú Pecoraro, Adriana Varela, Rep y la Compañía Nacional de Danza Contemporánea.