sábado, 7 de julio de 2012

La familia




Por Luis Bruschtein

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La mayoría de los niños nacidos en cautiverio clandestino durante la dictadura fueron entregados a familias de apropiadores y una minoría fue entregada en adopciones sinceras. La gran mayoría de los niños nacidos en los centros clandestinos no fueron devueltos a sus verdaderos familiares. Todas las mujeres que fueron secuestradas embarazadas fueron mantenidas con vida en condiciones infrahumanas hasta el parto e incluso fueron torturadas. La gran mayoría de las secuestradas que dieron a luz en los centros clandestinos, posteriormente fueron asesinadas.
Esa secuencia, en la que se apuntan las pocas excepciones a la regla, sólo se puede enumerar porque hubo un plan sistemático para ponerla en marcha. Por esa razón, las condenas por el plan sistemático por la sustracción de niños durante la dictadura tienen una carga simbólica que va más allá de los otros juicios que se están llevando a cabo. No hay una escala para medir las violaciones a los derechos humanos, pero este caso resume a la mayoría.
Las condenas certificaron que hubo un plan y un sistema para producir bebés como si fuera ganado y al mismo tiempo trofeo preciado en el mercado negro de una matanza inconfesable. Después que nacía el niño, asesinaban a la madre y el bebé era destinado a los que estaban anotados en una selecta lista integrada en su mayoría por represores que habían colaborado en la desaparición de los padres de esos niños. Estaba concebido que esos niños-trofeo fueran condenados a amar a los asesinos de sus verdaderos padres cuyas memorias estaban obligados a odiar. Ese era un premio al soldado victorioso y al mismo tiempo castigo de los derrotados. Recuerdo viviente de la victoria sobre un enemigo al que le amputaban, ya después de muerto, hasta la posibilidad de continuarse en sus hijos. De esta manera, los apropiadores conformaban la familia. Es una idea de familia.
Pueden agregarse muchas cosas sobre este dispositivo montado por la dictadura, pero la mayoría está dicha. Es una escena que no tolera la hipocresía. No hay en ese relato un sujeto que llegó de Marte, un actor desconocido. Ni siquiera resulta extraño el armado de ese sentido común con el que se quiso naturalizar la aberración, un sentido común que fue hegemónico hasta muchos años después de la dictadura. Podría decirse, incluso, que fue parte de una intensa disputa en el plano de la justicia y lo simbólico, por lo menos desde 1996, cuando las Abuelas presentaron la denuncia, y 1998, cuando empezaron las actuaciones, hasta esta semana en que se conocieron las condenas.
Porque ese relato aberrante encontró un espacio relevante en el seno de la sociedad, anidó en una de sus instituciones de poder, fue inducido por un contexto civil empresario y político y estimulado por un factor eclesiástico y mediático. No hay una sociedad ajena, hay una sociedad involucrada, protagonista.
Pero también es cierto que en el seno de esa misma sociedad estaba la fuerza que podría llevar esos delitos a la Justicia. Era una sociedad que llevaba en su seno el impulso hacia el plan sistemático de sustracción de bebés y también la fuerza contraria, la que resistiría, la que finalmente podría llevarlo a la Justicia luego de muchos años de esfuerzos, la mayoría de ellos en minoría y soledad.
La condena que se conoció esta semana fue la expresión de que en esa disputa social, cultural-mediática, política y legal, se desplegó finalmente a partir del 2003, cuando se anularon las leyes de impunidad, en un ámbito nacional donde adquirió preeminencia la pulsión de vida, la fuerza que resistió y que está mayormente representada por las Abuelas, por las Madres y por los Hijos, frente a la pulsión de muerte que está representada en los represores.
Abuelas, Madres e Hijos son los nombres que forman una familia. No una familia en el sentido conservador de la tradición y el orden, sino en el sentido del amor, del vínculo capaz de vencer a la muerte porque pone a un otro por encima del mismo ser. En ese sentido de familia, de solidaridad profunda, esta sociedad encontró la fuerza para redimirse frente a otro impulso contrario con base autoritaria o de soluciones represivas.
Ha sido, en última instancia, la confrontación de dos ideas de familia: la que fue desplegada en las plazas y en las calles por las Abuelas, las Madres y los Hijos y la practicada en los estados mayores de la represión, asistidos por jerarquías eclesiásticas y empresarias: una familia montada sobre la destrucción de otras familias que une a sus miembros sobre la base del predominio de la fuerza jerárquica con que fueron sustraídos y agregados los bebés. Nadie tiene el derecho de condenar a un niño a amar a los asesinos de sus padres.
Esos dos conceptos de familia actúan también como metáforas de la comunidad. Conforman valores sobre los cuales se construyen las relaciones entre los seres humanos.
Por eso, en las condenas se expresa una sociedad que salda sus lacras y en ese contexto constituyen a la Justicia como acción reparadora. Pero ojo, más que para las víctimas directas, la reparación es esencialmente para la sociedad en su conjunto, que de esa manera puede reafirmar caminos de “nunca más” un plan como el que fue juzgado. Por supuesto, las víctimas directas también se benefician de esa acción reparadora porque los incluye en términos de ciudadanía, les da verdad y les devuelve identidad. Pero el daño de fondo, con su drama de ausencias y lealtades irremediablemente antagónicas, es muy grande y es irreparable.
Todos los contenidos de este juicio tienen reminiscencias de cuestiones que ya son conocidas. Pero en este caso, por los hechos extremos de las situaciones planteadas y porque además la sociedad ya ha tenido mucho tiempo para reflexionar sobre ellos, aparecieron con claridad algunas de las trampas con que la dictadura dejó minado al país cuando se retiró.
En el discurso que leyó Videla en su defensa, asombrosamente el ex dictador usó los mismos recursos que había usado cuando estaba en el poder. Y es asombroso porque no intentó renovarlo, fue el mismo, calcado de aquel en el que se refirió a los desaparecidos.
Pese a todas las evidencias, por un lado negó que hubiera un delito y por supuesto negó también haberlo cometido. Pero fue más allá porque si por un lado oculta un horror que es imposible blanquear, por el otro, lo justificaba. Videla dijo que no hubo un plan sistemático de robo de bebés cuando él se desempeñó como presidente de facto del país. Y además dijo que las embarazadas eran guerrilleras que usaban sus embarazos como escudos para evadir a las fuerzas represivas. No hubo lo que hubo, pero estaría bien que lo hubiera habido. Oculta el horror, pero al mismo tiempo lo justifica.
Esa negación deja constancia de que los militares fueron conscientes de la gravedad de los delitos que estaban cometiendo. Fueron tan conscientes que nunca se atrevieron a asumirlos en forma pública. Son tan graves que son imposibles de justificar abiertamente, por eso los niegan. Niegan que hayan existido, de la misma manera que los neonazis niegan la existencia de los campos de concentración del nazismo. Pero al mismo tiempo los justifican en el caso de que hubieran ocurrido. Esa modalidad de secuestro, desaparición, tortura y asesinato en la clandestinidad, de ocultar el horror, pero al mismo tiempo justificar lo oculto, tiene muchas causas. En principio, el principal motivo fue la cobardía de los mismos represores, que no estaban dispuestos a asumir la responsabilidad por los actos que cometían y por lo tanto abandonaron a su suerte a los cuadros de menor jerarquía que fueron los culpables directos.
Pero más allá de los motivos, la consecuencia fue un discurso de terror profundo. Se le puede tener miedo a muchas cosas, pero lo que produce más terror es la amenaza de lo desconocido, porque en ese desconocido, cada quien mete a lo que más miedo le tiene. Así era Videla hablando de los desaparecidos, sugiriendo un horror oscuro pero inexorable como una condena divina o castigo natural a determinadas acciones. Durante muchos años la sociedad recibió ese mensaje de horrores ocultos pero justificados, horrores que le podían suceder a cualquiera, un mensaje de castración. Se puede reclamar, pero no se puede actuar en función de ese reclamo. Cuando alguien, organización o individuo, actúe para lograr la satisfacción de ese reclamo se pone en un lugar de riesgo intolerable. Lo testimonial es aceptado, pero la acción política para la transformación o el cambio es duramente penalizado.
Ese discurso de castración echó raíces muy profundas en la sociedad, que quedó atrapada en él hasta muchos años después de la dictadura, durante los cuales primaron gobiernos conservadores, izquierdismos testimoniales y progresismos impotentes.

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