Por Luis Bruschtein
El relato duro del antikirchnerismo, el que lo equipara con una dictadura, el que no le reconoce nada y el que tiene una intención insultante permanente, como la tapa reciente de la revista Noticias, fue lo que abrió el espacio en estos ocho años para la instalación de los rasgos épicos del famoso relato kirchnerista.
Porque en su llegada al gobierno, el kirchnerismo encontró mucho escepticismo, un campo yermo para sembrar cualquier tipo de autodescripción que tuviera algún costado pretencioso o rimbombante. Si lo hubiera hecho, se hubiera alejado aún más de los sectores que se resistían a apoyar, pero que tampoco se alineaban con el rechazo cerrado.
La truculencia de la oposición y los grandes medios para presentar al kirchnerismo generó al principio una barrera de cierta eficacia porque el ánimo ciudadano estaba más preparado para eso. Se trataba de la confirmación de una experiencia previa de varios años y gobiernos. Pero una vez que se rompió esa barrera produjo el efecto contrario.
La paradoja es muy fuerte en este aspecto: cuanto más duro fue el discurso anti, más espacio generó en el kirchnerismo para salir de esa timidez inicial que apenas aspiraba a ser simplemente creíble, y sumar un tono épico que era legitimado por la furia contraria. Funcionó con la dinámica del yin y el yang. Más fuerte fue el insulto, el desprecio y la bronca; más credibilidad se generó sobre un relato que demoró en cuajar hasta la muerte de Néstor Kirchner.
También fue un círculo vicioso porque una vez que ese discurso kirchnerista tomó un tono épico, para la oposición fue difícil contrarrestarlo con otro tono menos crispado que el que había usado al principio. Podría decirse que, en realidad, el discurso del kirchnerismo al principio fue más bien discreto, poco ampuloso. Y que la mística llegó, en parte por su propia acción de gobierno, pero en gran parte porque el discurso opositor lo describió de entrada como un gran enemigo. Los trazos gruesos los puso primero la oposición, que tanto critica ahora el relato que le ayudó a crear al kirchnerismo.
Esa lógica tuvo un efecto de polarización. El discurso desaforado que está muy bien representado en la tapa de la revista Noticias formó un público opositor cortado con esa misma tijera. Hay una equivalencia entre la falsa espontaneidad de los caceroleros porteños que se movilizaron el jueves y esa tapa denigratoria. El ropaje de clase media instruida detrás del cual se quiere justificar el exabrupto y la violencia es el mismo.
El jueves, algunos caceroleros llevaban carteles que decían “Somos el 46 por ciento”. Pero se equivocaban. Porque en la Capital Federal son más del 60 por ciento. Esa polarización de los discursos, tan impulsada por los grandes medios, empuja al discurso oficial a tomar rasgos más populares y hace más recalcitrante al de la oposición. Y aparece así la figura de Mauricio Macri como un gran emergente de esa cultura política tan enojada, tan ofendida, tan egocéntrica y al mismo tiempo autovictimizada. En la historia de este país siempre ha sido al revés. El discurso que está hoy en la oposición caceroleando la mayoría de las veces ha sido gobierno, y el que hoy está en el poder político ha estado por lo general en la oposición.
En vía de radicalización de los discursos, la figura de Macri encaja con mucha armonía con esa expresión simbólica de country people que encierra la tapa de Noticias y que involucra a caceroleros con Cecilia Pando, la Sociedad Rural, los grandes medios y Recoleta. Para oponerse a este gobierno, el discurso opositor tiende a derechizarse. Cada vez que algún dirigente del FAP o de la UCR respalda alguna iniciativa oficial –tipo nacionalización de YPF, o el voto a los 16–, inmediatamente tiene que disparar una diatriba feroz contra el Gobierno.
Y en el seno de esas fuerzas empiezan a aparecer expresiones cada vez más conservadoras presionadas por esa tendencia externa a ellas. Hay legisladores de fuerzas progresistas cuyo historial de votación es más parecido al del PRO. Legisladores que incluso en sus votaciones han coincidido más con la derecha, enfrentando a sus propios compañeros de bancada. El embudo de ese proceso desemboca en Macri, no lleva a la UCR ni a la izquierda. Empujados por la corriente, algunos grupos de izquierda terminan solidarizándose con los caceroleros del jueves. Hablar bien de los caceroleros es para ellos la forma de reafirmar su condición de opositores, porque el discurso opositor se radicaliza para un lado que tiende a excluirlos.
El sistema político de un país que después de 200 años de vida independiente recién está atravesando su período ininterrumpido más prolongado en democracia está organizado para que gobiernen la derecha o el centroderecha conservador y en mayor o menor medida, según el momento, se tolera la presencia en el llano de sectores populares y de izquierda. En el llano y no en el gobierno. Lo contrario, como ahora, constituye una anomalía, una disrupción del sistema. Pero una parte de la izquierda y el centroizquierda, no toda, se adapta a ese esquema para lo cual se amputa con la guillotina del sectarismo y el gorilismo, cualquier vocación por disputar el poder político. El rol que les asigna el sistema es el de fiscalizadores simbólicos y, si se mantienen allí, son bien considerados. En el 60 por ciento de los votos que obtuvo el macrismo en la segunda vuelta en Buenos Aires hubo unos cuantos que en primera vuelta habían optado por alguna lista de centroizquierda. Hay votos de centroizquierda o izquierda en las legislativas, que derivan hacia el centroderecha cuando tienen que definir funciones ejecutivas. Es un comportamiento que se encuadra en esa actitud subordinada por la naturaleza del sistema, aunque muchas veces aparezca con una radicalidad extrema.
En ese contexto, la marcha del jueves no agregó un factor nuevo en un distrito que ya está gobernado por el centroderecha. Desde el punto de vista de los reclamos, el más repetido, el de la libertad, estaba referido centralmente al cepo cambiario, a la problemática para adquirir dólares, a los problemas para viajar. Estaban también los sempiternos amigos de los represores de la dictadura. Y con una carga de mucho resentimiento contra la Presidenta, también se hacía referencia en varios carteles al rechazo a la re-reelección, a la reforma de la Constitución, a la inseguridad y al voto a los 16. Ninguno de esos reclamos expresa una situación de vida o muerte, un punto límite como en el 2001, como lo quieren equiparar demagógicamente algunos políticos que tratan de colgarse de las marchas con poca suerte.
El pliego de reclamos está muy referido al juego gobierno-oposición, son intereses afectados, molestias y opiniones políticas. No constituyen por sí solos un motor convocante. En realidad, la convocatoria fue la coronación de un trabajo de los grandes medios que sí trataron cada uno de esos temas con un fuerte tremendismo. Y si se suman las usinas militantes y pagas que trabajan en las redes creando climas para estas situaciones, no podría decirse que se trató de una convocatoria espontánea, aunque sí fue una demostración de la capacidad de movilización de esa masa de personas que se referencia en general con el Gobierno de la Ciudad. Los mismos manifestantes se consideraban apolíticos, igual que los afiliados al PRO, y en general la marcha estuvo llena de guiños y reflejos hacia el macrismo, que conforman los códigos de comunicación en una fuerza que se dice apolítica. Los votos de Mauricio Macri no salieron del aire, pero por sus propias características tienen una organicidad difícil, no se movilizan como un partido o un gremio, sino siguiendo sus propias lógicas y rechazan un compromiso orgánico. Son sectores de capas medias políticamente más primitivos que otros sectores que han desarrollado, por necesidad, formas más complejas de intermediación, como los gremios o los movimientos sociales, las cooperativas o incluso los partidos políticos.
Esa especie de programa de reclamos está planteando en realidad un cambio de gobierno. El lenguaje que se corporiza en la marcha del jueves aparece como contraposición al oficialismo. Y esa polarización favorece a Mauricio Macri, que la ha buscado en forma permanente. Aconsejado por sus asesores. Macri polariza con los subtes, con el discurso antigremial, con las sanciones disciplinarias a los docentes o con el espionaje telefónico. Y de esa manera se pone a tiro del mensaje de la marcha del jueves. Para Macri, que está intentando instalar su fuerza a nivel nacional, estos paralelismos constituyen buenas noticias.
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