Felicidad/es
Por Sandra Russo
En estas fechas, llevamos en el oído y en la punta de la lengua la palabra “felicidades”. Quizá seamos los que la dicen con énfasis o, quizá, los reticentes que la sueltan sólo en respuesta culposa a los primeros. Es como no haberlos saludado. “Felicidades”, después de todo, es eso, un saludo de buen augurio para el ciclo que empieza.
Ese saludo permite reconsiderar un poco la felicidad. Hay tradiciones filosóficas enteras que se han fundido, en los últimos cien años, con los slogans del consumo. Ese enroque sostiene a la felicidad como una meta individual, y por cierto azarosa, esquiva, homeopática, siempre extraordinaria. Son pocos días en el año los destinados a pronunciar esa palabra, desdibujada, además, debajo de un plural que no significa para nada ser feliz con el de al lado, sino que más bien expresa cierta generalidad del habla. Nunca nos preguntamos qué nos hace felices, y por qué no lo hacemos más.
Un consejo así de práctico y sencillo, taxativo, surge de las reflexiones de Bertrand Russell sobre “la conquista de la felicidad”. Tal como lo sugiere el nombre del ensayo, la felicidad es ubicada no en el número de la lotería que quizá salga pero probablemente no, sino en un lugar interno o externo, pero conquistable. Russell escribió ese ensayo para un tipo de lector un poco abstracto, con sus necesidades básicas satisfechas y sin grandes problemas personales. Para gente que al menos podría estar disfrutando de la felicidad de no tener grandes problemas personales y, sin embargo, es infeliz. Hemos construido un tipo de sociedades en las que las personas no cultivan lo que las hace felices, porque lo que predomina en ellas es una tendencia voraz hacia el aburrimiento. “Hoy nos aburrimos mucho menos que nuestros antepasados, pero tenemos mucho más miedo de aburrirnos.” El tedio amenaza en las sombras con su tipo especialísimo de inseguridad; del tedio nacen muchas desgracias. La felicidad es, por el contrario, la forma perfecta del entretenimiento. Lo escribió Pessoa: “Sentir es estar distraído”.
Russell dice que sabe de lo que habla cuando se refiere a la “infelicidad cotidiana normal”, y la remonta a la época victoriana, cuando él creció. “Yo no nací feliz. De niño, mi himno favorito era ‘Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados’. A los cinco años se me ocurrió que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces sólo había soportado la catorceava parte de mi vida, y los largos años que aún tenía de aburrimiento por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender matemáticas”, escribe con buena dosis de sarcasmo. Ya mayor de setenta, al cabo de una vida que fue incorporando cada vez más felicidad, Russell saca una primera conclusión. Su felicidad se debe, dice, “a que ahora me preocupo mucho menos por mí mismo”.
Dejar de ser uno mismo el eje de las propias preocupaciones es la gran llave del acceso al tipo de felicidad de la que él habla. Y con esta perspectiva describe sociedades –en su caso, la de los años ‘30, cuando la Bolsa hizo crac up y miles de personas, como Scott Fitzgerald, también – que generan individuos tan inmersos en sí mismos que son incapaces de distraerse, de entretenerse: eran los años, además, en que tomaba forma la industria global del entretenimiento, acaso como acto reflejo de esta falla.
En su diagnóstico general, el filósofo y matemático afirma que la escasez de felicidad se debe, precisamente, a la “absorción en uno mismo” contemporánea. Describe tres tipos de sujetos “absortos en sí”, y repelentes a la felicidad: el pecador, el megalómano y el narcisista. Los hay en medidas moderadas que no impiden el despliegue de la dicha, pero cuando toda la personalidad está dominada por ese eje, no hay distracción posible.
El pecador es alguien que “sigue acatando todas las prohibiciones de su infancia”, y básicamente alguien para quien el sexo está mal. El pecador no necesariamente peca en la realidad, pero sí en su interior. En lo visible, el puritanismo prohibía la lujuria, pero en lo invisible, también prohibía la alegría. El megalómano desea ser poderoso, sacar ventaja y asegurarse más poder y más ventaja. Russell destaca que el tipo “megalómano” del que habla es aquel que a su afán de poder le ha unido la falta de sentido de realidad: habla de los lunáticos. “Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros.” El narcisista, finalmente, es producto de la sociedad de la imagen. Además de ser una sociedad yoísta, le quita al yo interioridad y lo pela por dentro, dejándolo puro reflejo. El narcisista cultiva y se agota en “el hábito de admirarse y querer ser admirado”.
El método que encontró Russell a lo largo de su vida fue el darse cada vez menos importancia, y lo explicó contando cómo superó su juvenil y atenazante miedo de hablar en público. Comenzó a advertir que cuando hablaba muy bien y cuando hablaba muy mal, los resultados no diferían demasiado. Descubrió que era él su testigo y su juez más despiadado. Cuando dejó de estar pendiente de él mismo, se distrajo.
Así, la felicidad asoma como el resultado de un entretenimiento natural, social, de unos con otros, y en el plano lógico de Russell, como el fruto de un corrimiento necesario: el del ego. “El ego de una persona es una parte insignificante del mundo. El hombre capaz de centrar sus pensamientos y esperanzas en algo que lo trascienda puede encontrar cierta paz en los problemas normales de la vida, algo que le resulta imposible al egoísta puro.”
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