Por Eric Nepomuceno
En Brasil, la gran prensa y la oposición, más furiosa que eficaz, dicen que ha sido “el juicio del siglo”. Fue uno de los temas preferidos de las clases medias en 2012. Algunos de los miembros del Supremo Tribunal Federal, la Corte máxima del país, se hicieron figuras populares. Cuanto más furor condenatorio, más espacio en los grandes medios, más aplausos. De los 37 acusados de participar de un esquema de corrupción durante el primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2006), 25 han sido condenados, algunos a sentencias que obligatoriamente los llevarán a prisión en régimen cerrado.
Al menos dos de ellos son figuras históricas del Partido de los Trabajadores, el PT de Lula y de la actual presidenta Dilma Rousseff, además de ser emblemas de la izquierda brasileña y de la resistencia a la dictadura militar que duró de 1964 a 1985. José Dirceu fue el gran artífice de la candidatura de Lula en 2002 –la primera victoriosa, luego de tres fracasos– y hombre fuerte de su primer gobierno. José Genoino, un ex guerrillero que padeció cinco años de cárcel en las mazmorras de la dictadura, presidía el PT en ocasión del escándalo. Dirceu ha sido condenado a diez años y diez meses de cárcel, acusado de corrupción activa y de asociación criminal. Genoino, a seis años y once meses. Hubo penas más largas. Al publicista Marcos Valerio, por ejemplo, le tocó una condena de 40 años de cárcel. A Katia Abreu, dueña de un banco, 16 años y ocho meses.
Las sentencias severas fueron recibidas con aplausos frenéticos de la opinión pública, fervorosamente incitada por los grandes grupos de comunicación. Es como si de repente Brasil estuviese siendo barrido por una ola moralizante, a cargo de los impolutos caballeros que integran su Corte Suprema.
El juicio, en todo caso, merece un análisis más cuidadoso. Para empezar, es interesante ir al principio de la historia. El sistema político brasileño hace que sea casi imposible a un presidente gobernar sin aliarse a otros partidos para lograr una base mayoritaria en el Congreso. Hay un precio, claro. Parte de ese precio es la partición de cargos, puestos y presupuestos. Otra parte son recursos destinados a honrar deudas de campaña electoral. Y en ese punto reside la magistral distorsión alrededor del escándalo: se creó la imagen de parlamentarios recibiendo una paga mensual para apoyar al gobierno.
Jamás se comprobó ese mecanismo. El PT admite haber asumido deudas de aliados, y no haberlas declarado en su prestación de cuentas a la Justicia electoral.
El escándalo diezmó medio gobierno, en 2005, y a Lula casi le costó la reelección en 2006. El caso llegó a la Corte Suprema y el juicio empezó el pasado agosto. Desde su primer día quedó claro que sería un procedimiento heterodoxo, para decirlo de forma suave. Para empezar, las sesiones fueron transmitidas en directo por la televisión. En lugar de una supuesta transparencia frente a la opinión pública, lo que se vio fueron magistrados exhibiendo sus egos hipertrofiados, en un espectáculo histriónico.
El juez instructor Joaquim Barbosa, primer negro en ocupar un asiento en la Corte Suprema, ha sido implacable en su furor condenatorio. De temperamento irascible, haciendo gala de un sarcasmo grosero, mencionó varias veces la jurisprudencia alemana, en especial al jurista Claus Roxin, para justificar la aceptación de ausencia de pruebas. El mismo Roxin se encargó de aclarar las cosas, diciendo que su teoría de “dominio del fato” había sido mal interpretada. Que la Justicia, para que sea justa, exige pruebas concretas. Y, al menos en los casos de Dirceu y Genoino, no hubo ninguna.
Además, el juicio transcurrió bajo una insólita presión de los medios de comunicación y acompañado por el aplauso frenético de las clases medias conducidas de la mano por los grandes grupos mediáticos. La Corte Suprema se dejó doblegar y politizó un proceso que debería ser exclusivamente jurídico.
No hubo una sola prueba de que Dirceu y Genoino hayan participado de la trama. No hay nada que muestre su inocencia, es verdad. Pero en otros tiempos, cuando valían los principios fundamentales del derecho, cabía a los acusadores comprobar la culpa de los acusados. Al menos en ese punto, el Supremo Tribunal Federal de Brasil ofreció una peligrosa innovación: ahora les toca a los acusados demostrar que son inocentes. Los magistrados que condenaron a Dirceu y Genoino afirmaron, en sus votos, que decidieron a base de inducciones, ilaciones, conducciones.
Dirceu ha sido condenado con base en un argumento singular: ocupando el puesto que ocupaba, teniendo el poder que tenía, es imposible que no haya sido el creador del esquema de corrupción.
El juicio fue la grata alegría de una derecha que, fuertemente acuartelada en la gran prensa conservadora, ahora lanza su nueva campaña, que tiene por objetivo desmontar la imagen de Lula y llevarlo a los tribunales. Ya se sabe que no es necesario presentar prueba alguna.
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