La foto del Mundial
Por Sandra Russo
Por esos vericuetos extraños de la memoria, cuando pienso en Videla, siempre y sin falta, inevitablemente, me viene a la cabeza su imagen con los brazos en alto, la sonrisa contenida, festejando el triunfo de la Selección Argentina en el Mundial ’78. Ahora que se murió y lo advierto, quizás esa imagen de apariencia antojadiza –que es como una ficha que me baja cada vez que pienso en Videla– tenga que ver no con lo que ese general sanguinario tuvo de raro, sino con lo que tuvo de común.
La imagen que recreo lo enlaza con millones de argentinos, capturados en un año extraordinariamente contradictorio, uno de esos años argentinos plagados de dilemas que no llegaron a ser pasados en limpio, probablemente, por muchísima gente, mientras las cosas estaban sucediendo. En 1978 ya flotaba sobre este país un fantasma oscuro y tenebroso, de esos que huelen los que están en la periferia de los hechos. Los que no tenían ningún pariente desaparecido, los que no estaban siendo perseguidos, los que seguían yendo al trabajo y cantando el himno en las fechas patrias, los que digerían cada uno con su propia capa de escepticismo, conciencia o cobardía algo que no se decía, que no se publicaba, que no se juzgaba, que no se comentaba en los ascensores ni en los bares, que no se discutía en los cumpleaños.
La de 1978 era una doble realidad. La cosmética, la tranquilizadora, de la que hablaban las radios, los diarios y la televisión, era una realidad muy excitante. El Mundial generó magia negra: recuerdo con toda claridad los ríos de gente que salieron a festejar esa copa y gritaba que “el que no salta es un holandés”. Recuerdo por supuesto la “campaña antiargentina”. Eso pegaba en el lado b de la fiesta que nos habían querido aguar los zurdos del mundo, diciendo que aquí se violaban los derechos humanos. Faltaba más. Aquí, en rigor, ni se sabía qué eran los derechos humanos. Los diarios, las radios y la televisión no tocaban el tema. Recuerdo las calcomanías que decían que los argentinos “somos derechos y humanos”. Esa malformación del sentido fue muy fácil porque la mayoría de los que adherían al concepto lo entendían literalmente: éramos derechos y éramos humanos, y además éramos campeones de fútbol y el presidente de facto alzaba los brazos y gritaba el gol como los demás. Era uno de tantos, fundido en la alegría popular. Y sin embargo.
Y sin embargo eso otro de lo que no se hablaba se sabía. Se sabía con una percepción tan fina que ese saber traspasaba el silencio que, según rezaba un cartel colgado del Obelisco, “era salud”. Se sabía incluso antes de tener detalles, y de que eso oscuro y aterrorizante que daba miedo incluso pronunciar, tuviera su propio universo de palabras para ser referido. Antes de saber que había campos de concentración, antes de saber que los detenidos desaparecidos estaban siendo arrojados al río o fusilados en falsos enfrentamientos, antes de saber que a las embarazadas las dejaban parir para apropiarse de sus hijos y después las mataban, antes de saber que cuatrocientos de esos bebés permanecerían en la neblina de sus falsas historias por más de treinta años, antes de saber que las víctimas no eran solamente los miembros de las organizaciones armadas sino también los delegados gremiales, los activistas estudiantiles, los militantes sociales, los empresarios a los que querían despojar de sus bienes, los abogados que presentaban hábeas corpus que los jueces no aceptaban, los religiosos que seguían al lado de los humildes, en fin, antes de saber todo eso, se sabía que ese gobierno militar no era uno más de los tantos que habíamos tenido. Se sabía que se estaba llevando a cabo una masacre en lo profundo de las noches y los barrios. Se sabía, entre la gente del común, que uno no debía ni podía saber más, porque hasta saberlo daba miedo.
Videla no representa solamente el grado de máxima barbarie en la historia contemporánea argentina. Su clímax de perversión, posiblemente, haya sido verbalizar con un grado de cinismo equivalente al pasaje al infierno que “un desaparecido no es, no está, no tiene entidad”. Videla y sus secuaces fabricaron esa figura de la ausencia y del duelo sin fin que sintetiza lo más filoso de la crueldad. Esta semana la vi a Estela de Carlotto. La añoranza sin fondo de su nieto Guido, al que no pudo encontrar todavía, es hoy, aún, el daño inhumano que le infligió Videla a este país. Así como un desaparecido “no es ni está”, como dijo el monstruo alardeando de lo que creyó una coartada, un desaparecido, por eso mismo, nunca deja de desaparecer. No se trata solamente de que la dictadura haya asesinado a treinta mil opositores. Lo que pasó también es que la forma aberrante en la que se deshicieron de sus cuerpos, el salvajismo con el que les negaron cualquier posibilidad de defensa y la manera blindada en la que negaron toda la información, puso en marcha en esta sociedad un volumen de dolor que no todas las sociedades atraviesan. Aquí, el modo de tramitarlo fue pasando ese dolor entre generaciones. Ellos creyeron que habían tenido una buena idea. Alguien habrá sido el primero en decirlo, y fue Videla. “Hagámoslos desaparecer.” Y uno puede imaginar el rictus lastimosamente argentino con el que los que lo rodeaban aceptaron la propuesta. Porque no fue una orden. Fue una propuesta.
También fue una propuesta de país la que les formuló Videla a los argentinos de entonces. Un país de dos caras. En una, el que no saltaba era holandés, y éramos derechos y humanos y hablábamos fuerte y éramos más blancos que los bolivianos, y sabíamos arreglar las cosas con alambre y el yerno ideal tenía el pelo corto y a la facultad se iba a estudiar. En la otra, la argentinidad era eso feo, eso revulsivo, los instintos del enano fascista, la pulsión por la sangre y la degradación moral hasta límites impensables.
Videla no habría podido hacer ninguna de sus crueldades si muchos registros de lo argentino no se hubiesen complacido con ellas. Quizá de haber sabido exactamente a qué horrores estaban condenando a sus hermanos, muchos argentinos no lo habrían consentido. Quizá por eso era mejor no saber. Las cosas pasaron así. Con periodistas que se callaban y jueces que juraban por el Proceso de Reorganización Nacional. A veces se pasa de largo por el nombre que se autoadjudicó la dictadura. Era un cambio de paradigma, por supuesto. Videla vino a ofrecer el paradigma del odio y la amoralidad anticristiana y antihumanista: era el clima perfecto para arrasar con lo social. Y los argentinos de entonces optaron en su mayoría por dejar hacer, por entregarse a los símbolos de la autoridad. Fue muy bien recibido por el público que el presidente festejara el gol en el estadio.
Con Videla no se muere solamente un hombre horrible. Muere además, y por suerte, una parte malograda de nuestra identidad como país, una zona opaca que fue la misma que a lo largo de nuestra historia dirimió las cosas a sangre, fuego e indiferencia. Lo que dice esa parte muerta es que el otro no importa y que algo habrá hecho. Ese latiguillo fue perfectamente complementario a la masacre. Con Videla se muere un país que nos daba infinito dolor, infinita vergüenza.
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