Por Ricardo Forster
Siempre es más fácil, y menos doloroso para sus intereses, tratar de reducir la complejidad del voto al FPV al famoso “viento de cola".
Tercero y lejos. Eduardo Duhalde intentó hablar de fraude, pero no le quedó más remedio que reconocer la contundente victoria de CFK.
Se dicen muchas cosas para tratar de explicar el resultado electoral. Desde las usinas mediáticas, demudadas y sorprendidas por guarismos que no esperaban, se lanzan todos los dardos disponibles para acusar a una oposición famélica de ideas y de candidatos que estuvieran a la altura de las circunstancias buscando, de ese modo, minimizar y volver invisibles las cualidades del propio gobierno, y en particular de Cristina Fernández, a la hora de recoger un caudaloso apoyo ciudadano (lo que no dicen es que esa misma oposición se comportó de acuerdo con la cartilla diseñada por la corporación mediática y su fracaso es, también, el fracaso de esos medios y de su cohorte de periodistas que viene trabajando sin pausas contra el “maldito populismo” kirchnerista).
Otros dirán, a su vez, que el papel de los grandes medios de comunicación no asume la forma de esa hegemonía todopoderosa que se les atribuía y que, por lo tanto, la famosa disputa cultural fue más un invento del kirchnerismo y de sus intelectuales que un dato objetivo de la realidad (esa extraña paradoja le permitirá, por ejemplo a Beatriz Sarlo, reafirmar su convicción de que la cuestión de los medios poco y nada tiene que ver con el poder y su disputa y que finalmente de lo que se trata es de la lógica intrínseca a los lenguajes del espectáculo y la comunicación. Lo demás es ideología “sesentista”, es decir, puro anacronismo en estos tiempos tan posmodernos y globales en los que ya no funcionan ni las teorías conspirativas ni las denuncias respecto de la localización del poder que, como todos sabemos después de Foucault, es capilar y se dispersa horizontalmente entre los pliegues de la sociedad sin responder a otra cosa que no sea a su propia dinámica inaprensible e ilocalizable. En las sombras Magnetto esboza una sonrisa). Otras voces sesudas y portadoras de juicio analítico (al menos así son presentadas en los programas de comentario político por el que transitan asiduamente como grandes referentes de la objetividad) utilizarán, apelando a su reconocida seriedad, el argumento de que “cuando las cosas van bien la mayor parte de la sociedad vota al oficialismo” o, más arriesgado todavía, que, cuando ese ir bien tiene fundamentalmente que ver con el bolsillo y el consumo, el voto se vuelca hacia el oficialismo de una manera conservadora (tanto estudiar para soltar a boca de jarro una perogrullada, como se decía antes, del tamaño de su ignorancia o de su mezquindad a la hora de atribuir a otras razones, que ellos no toleran y a las que prefieren ocultar, ese insoportable 50 por ciento de los votos).
Siempre es mejor apelar a argumentos economicistas que destacar una fuerte recuperación de la participación política, la reconstrucción de tramas duramente dañadas por el neoliberalismo y la importancia de la visibilidad de una sistemática política de reparación de derechos que se conjuga con la reemergencia de sujetos capaces de intervenir en la disputa por el sentido. El kirchnerismo, eso lo saben y a eso le temen, ha supuesto un salto cualitativo a la hora de quebrar la inercia despolitizadora que dominó a gran parte de la sociedad a lo largo de los años ’90. Siempre es más fácil, y menos doloroso para sus intereses, tratar de reducir la complejidad del voto al FPV al famoso “viento de cola” del consumo que a la transformación de la hegemonía brutalmente desplegada durante mucho tiempo por las grandes corporaciones y sus agentes políticos e intelectuales.
Muy pocos, apenas raras excepciones en el universo homogéneo de intérpretes, destacaron las políticas del Gobierno y, claro, el lugar de la propia Cristina en la mayoritaria inclinación de los argentinos por su candidatura. Lo importante, y asumiendo que la derrota se extenderá en octubre, es redefinir la estrategia con la que se seguirá intentando limitar y desprestigiar a un gobierno que amenaza con ir por más. Ellos supieron escuchar las palabras centrales del discurso de Cristina el domingo por la noche: el tiempo actual es el de la igualdad y junto con ese ideal orientador de las principales acciones del Gobierno en el terreno de lo económico-social, la reiteración de la continuidad de la política de derechos humanos que ha girado alrededor de la trilogía de memoria, verdad y justicia. Dicho de otro modo: profundización en la distribución más igualitaria de los bienes materiales y simbólicos. Saben que el núcleo de la disputa seguirá dando vueltas alrededor de la distribución de la renta. Le temen a un kirchnerismo recargado.
Un nuevo velo se ha corrido en la vida política argentina. Hasta el domingo por la noche el relato dominante, ese que se venía construyendo sin ningún pudor desde los medios de comunicación hegemónicos, ofrecía el mapa de un país mayoritariamente opositor, mapa dibujado con trazos más gruesos después de las derrotas sobredimensionadas de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. La estrategia parecía ir dando resultados e, incluso, un asomo de preocupación y escepticismo comenzaba a desplegarse en el interior de quienes apoyaban al gobierno nacional. De un modo obsesivo las rotativas, las radios y los programas de televisión abierta y por cable destacaban que el contundente triunfo del macrismo en la Capital señalaba el punto de inflexión de la parábola ascendente del kirchnerismo, el inicio inexorable de su ocaso después del crecimiento exponencial de la imagen de Cristina ligado, ese crecimiento, eso decían con insistencia e indisimulada maldad, al “efecto” de la muerte de Néstor Kirchner, como si la gestión de la Presidenta, su significación histórica, no tuviera otra causa de reconocimiento que su viudez.
Para acompañar ese reflejo la corporación mediática diseñó una estrategia de horadación y de desprestigio de aquellas políticas y de aquellas figuras intachables que venían acompañando al kirchnerismo desde su inicio en mayo de 2003. Se arremetió con virulencia contra Hebe de Bonafini tratando, de ese modo, de bombardear la política de derechos humanos transformando la causa Schoklender en el caso testigo que venía a desnudar la “impostura” del kirchnerismo que, en su inconmensurable maquiavelismo, no tenía prejuicios en “manchar” a las propias Madres. Se continuó con las Abuelas exigiéndoles que le pidieran disculpas a Ernestina Herrera de Noble y a la plana mayor de Clarín por el “supuesto acoso” a Felipe y Marcela y, tratando de colocar la frutilla de la torta, se desencadenó una campaña feroz y amarilla contra el juez Zaffaroni que, entre otros objetivos, buscaba deslegitimar otro de los grandes logros del kirchnerismo ante la sociedad como fue la reconstrucción de la Corte Suprema de Justicia. Las Madres, las Abuelas y Zaffaroni sufrieron la campaña de desprestigio que, eso era obvio, tenía como objetivo principal golpear al Gobierno en sus puntos más sensibles y, sobre todo, quebrando su imagen en aquellos núcleos que parecían devolver lo más virtuoso y contundente de sus ocho años de gestión.
Pero también, y no en menor medida, se buscó proyectar un escenario de conflicto interno que iría limando los apoyos, supuestamente indispensables a la hora de revalidar al propio proyecto kirchnerista. Se habló hasta la extenuación del enojo de los gobernadores y de los intendentes, se especuló con aquello de que Cristina le iba a deber todos sus votos al peronismo tradicional y que tendría que apoyarse en Daniel Scioli. Se criticó el armado de las listas, el lugar otorgado a La Cámpora que, a lo largo de semanas y semanas, fue demonizada como la nueva fuerza de choque (incluso uno de los candidatos de la oposición volvió a utilizar una palabra directamente extraída del lenguaje de la dictadura al referirse a los jóvenes que festejaban el triunfo del Frente para la Victoria: los llamó “subversivos”; su oscura retórica, que no se privó de nada, constituyó un viaje sin escalas a la noche dictatorial). A esa operación replicada por los “periodistas independientes” de los grandes medios gráficos se le agregó, como una continuidad de lo manifestado en los últimos años, la descripción de un país supuestamente atravesado por la violencia, la corrupción, el nepotismo, la impostura, el engaño y siguen los adjetivos que se dispararon sin piedad sobre la famosa “opinión pública” y que buscaron definir los contenidos del sentido común dominante. Cristina y el kirchnerismo fueron maltratados por la corporación mediática que, al mismo tiempo, buscaba con desesperación catapultar a un candidato que pudiera galvanizar a la oposición y generar un escenario de polarización de cara a las elecciones de octubre. Quizá la imagen patética de Elisa Carrió reconociendo, al modo egocéntrico que siempre la ha caracterizado, que el 97 por ciento de la ciudadanía votó (sic) “en su contra”, represente el punto de inflexión, en términos de decadencia, de una oposición carente de ideas y maniatada a los designios, los intereses y los deseos de la corporación mediática. A Lilita la devoraron sus propias profecías. Desde otra perspectiva será también hora de hacer el balance de la destrucción solanista de un interesante capital político (sus feroces diatribas contra el gobierno nacional acabaron por transformar a Proyecto Sur –una experiencia interesante y genuina de militantes de extracción nacional y popular– en otra correa de transmisión de los intereses y de la estrategia del monopolio comunicacional que hizo de Pino Solanas, y de su retórica hiperbólica no muy diferente a la de la máxima referente de la Coalición Cívica, otro de sus peones en su enfrentamiento al kirchnerismo).
Ni la estrategia de horadación, ni la búsqueda de crear escenarios de catástrofe, ni el bombardeo mediático ante actos de inseguridad, ni la aviesa intención de golpear a los organismos de derechos humanos o al juez Zaffaroni, alcanzaron, esta vez, para ocultar el peso de la realidad. Simplemente se corrió el velo y una parte sustancial de los ciudadanos del país corroboraron en las urnas lo que viven cotidianamente: recuperación de derechos, reconstrucción, a través de la asignación universal, de las zonas más dañadas de la vida social, crecimiento económico en medio de una dramática crisis mundial que arrastra a los principales países, aumento de los salarios y del consumo, sostenimiento del sistema jubilatorio, política de integración sudamericana, consolidación de la figura de Cristina en relación a una dirigencia opositora que está a años luz de su nivel político e intelectual y su capacidad de estadista, contraposición entre el crecimiento de la inversión en educación y lo que viene sucediendo en Chile donde los estudiantes piden lo que en nuestro país está garantizado por la vía de los derechos. Estas son apenas algunas de las cuestiones invisibilizadas por la corporación mediática que permiten explicar por qué, una vez que se corre el velo, emerge el caudaloso voto de apoyo a la gestión presidencial. El domingo por la noche, al caer el telón eleccionario, se puso en evidencia lo que alguien, alguna vez, llamó “las patas de la mentira”.
Ahora, y reafirmando en octubre los resultados del domingo, se abre con mayor intensidad el eje de la profundización que, en palabras de Cristina, se vincula directamente con la igualdad, es decir, con un avance sustantivo hacia la consolidación de una sociedad más justa y equitativa. La fuerza de los votos está allí para respaldar los desafíos del futuro inmediato. La oposición, mientras tanto, deberá preguntarse hacia dónde quiere ir y si le ha servido convertirse en deudora de los préstamos discursivos de la corporación mediática. Seguramente la democracia ganará si se rompe esa sujeción que ha transformado a viejas fuerzas políticas arraigadas en tradiciones populares en expresiones paupérrimas de un conservadurismo fuera de foco. Para ello tendrá que revisar sus despistes, sus incongruencias, allí donde todavía guarda algo de convicción democrática y de autoestima. Tampoco alcanzan a esta altura los intentos grotescos y ruines de algunos intelectuales, que suelen desplegar sus ideas “progresistas” en La Nación, que apuntan a lo que hemos denominado la “lógica de la impostura”, ese mecanismo de simulación que ha puesto en funcionamiento el kirchnerismo –y particularmente Cristina desde la muerte de Néstor Kirchner y al modo de una consumada actriz que sabe sacarle jugo, eso escriben con impunidad argumentativa digna de mejor causa, a su condición de viuda de la patria–. Las aguafuertes, para llamarlas de algún modo razonable, de Beatriz Sarlo rozan, últimamente, el desprecio sin abandonar, como una paradoja que la persigue cual espectro nocturno, su inocultable fascinación por un fenómeno político que, como supo escribir hace algún tiempo en tono melancólico, “ha ganado la batalla por la hegemonía cultural”. Al menos el último domingo una parte sustancial y mayoritaria de la sociedad se inclinó por apoyar la continuidad de la famosa “impostura”, esa misma que sigue sacando de quicio a los dueños de las grandes corporaciones económicas.
Otros dirán, a su vez, que el papel de los grandes medios de comunicación no asume la forma de esa hegemonía todopoderosa que se les atribuía y que, por lo tanto, la famosa disputa cultural fue más un invento del kirchnerismo y de sus intelectuales que un dato objetivo de la realidad (esa extraña paradoja le permitirá, por ejemplo a Beatriz Sarlo, reafirmar su convicción de que la cuestión de los medios poco y nada tiene que ver con el poder y su disputa y que finalmente de lo que se trata es de la lógica intrínseca a los lenguajes del espectáculo y la comunicación. Lo demás es ideología “sesentista”, es decir, puro anacronismo en estos tiempos tan posmodernos y globales en los que ya no funcionan ni las teorías conspirativas ni las denuncias respecto de la localización del poder que, como todos sabemos después de Foucault, es capilar y se dispersa horizontalmente entre los pliegues de la sociedad sin responder a otra cosa que no sea a su propia dinámica inaprensible e ilocalizable. En las sombras Magnetto esboza una sonrisa). Otras voces sesudas y portadoras de juicio analítico (al menos así son presentadas en los programas de comentario político por el que transitan asiduamente como grandes referentes de la objetividad) utilizarán, apelando a su reconocida seriedad, el argumento de que “cuando las cosas van bien la mayor parte de la sociedad vota al oficialismo” o, más arriesgado todavía, que, cuando ese ir bien tiene fundamentalmente que ver con el bolsillo y el consumo, el voto se vuelca hacia el oficialismo de una manera conservadora (tanto estudiar para soltar a boca de jarro una perogrullada, como se decía antes, del tamaño de su ignorancia o de su mezquindad a la hora de atribuir a otras razones, que ellos no toleran y a las que prefieren ocultar, ese insoportable 50 por ciento de los votos).
Siempre es mejor apelar a argumentos economicistas que destacar una fuerte recuperación de la participación política, la reconstrucción de tramas duramente dañadas por el neoliberalismo y la importancia de la visibilidad de una sistemática política de reparación de derechos que se conjuga con la reemergencia de sujetos capaces de intervenir en la disputa por el sentido. El kirchnerismo, eso lo saben y a eso le temen, ha supuesto un salto cualitativo a la hora de quebrar la inercia despolitizadora que dominó a gran parte de la sociedad a lo largo de los años ’90. Siempre es más fácil, y menos doloroso para sus intereses, tratar de reducir la complejidad del voto al FPV al famoso “viento de cola” del consumo que a la transformación de la hegemonía brutalmente desplegada durante mucho tiempo por las grandes corporaciones y sus agentes políticos e intelectuales.
Muy pocos, apenas raras excepciones en el universo homogéneo de intérpretes, destacaron las políticas del Gobierno y, claro, el lugar de la propia Cristina en la mayoritaria inclinación de los argentinos por su candidatura. Lo importante, y asumiendo que la derrota se extenderá en octubre, es redefinir la estrategia con la que se seguirá intentando limitar y desprestigiar a un gobierno que amenaza con ir por más. Ellos supieron escuchar las palabras centrales del discurso de Cristina el domingo por la noche: el tiempo actual es el de la igualdad y junto con ese ideal orientador de las principales acciones del Gobierno en el terreno de lo económico-social, la reiteración de la continuidad de la política de derechos humanos que ha girado alrededor de la trilogía de memoria, verdad y justicia. Dicho de otro modo: profundización en la distribución más igualitaria de los bienes materiales y simbólicos. Saben que el núcleo de la disputa seguirá dando vueltas alrededor de la distribución de la renta. Le temen a un kirchnerismo recargado.
Un nuevo velo se ha corrido en la vida política argentina. Hasta el domingo por la noche el relato dominante, ese que se venía construyendo sin ningún pudor desde los medios de comunicación hegemónicos, ofrecía el mapa de un país mayoritariamente opositor, mapa dibujado con trazos más gruesos después de las derrotas sobredimensionadas de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. La estrategia parecía ir dando resultados e, incluso, un asomo de preocupación y escepticismo comenzaba a desplegarse en el interior de quienes apoyaban al gobierno nacional. De un modo obsesivo las rotativas, las radios y los programas de televisión abierta y por cable destacaban que el contundente triunfo del macrismo en la Capital señalaba el punto de inflexión de la parábola ascendente del kirchnerismo, el inicio inexorable de su ocaso después del crecimiento exponencial de la imagen de Cristina ligado, ese crecimiento, eso decían con insistencia e indisimulada maldad, al “efecto” de la muerte de Néstor Kirchner, como si la gestión de la Presidenta, su significación histórica, no tuviera otra causa de reconocimiento que su viudez.
Para acompañar ese reflejo la corporación mediática diseñó una estrategia de horadación y de desprestigio de aquellas políticas y de aquellas figuras intachables que venían acompañando al kirchnerismo desde su inicio en mayo de 2003. Se arremetió con virulencia contra Hebe de Bonafini tratando, de ese modo, de bombardear la política de derechos humanos transformando la causa Schoklender en el caso testigo que venía a desnudar la “impostura” del kirchnerismo que, en su inconmensurable maquiavelismo, no tenía prejuicios en “manchar” a las propias Madres. Se continuó con las Abuelas exigiéndoles que le pidieran disculpas a Ernestina Herrera de Noble y a la plana mayor de Clarín por el “supuesto acoso” a Felipe y Marcela y, tratando de colocar la frutilla de la torta, se desencadenó una campaña feroz y amarilla contra el juez Zaffaroni que, entre otros objetivos, buscaba deslegitimar otro de los grandes logros del kirchnerismo ante la sociedad como fue la reconstrucción de la Corte Suprema de Justicia. Las Madres, las Abuelas y Zaffaroni sufrieron la campaña de desprestigio que, eso era obvio, tenía como objetivo principal golpear al Gobierno en sus puntos más sensibles y, sobre todo, quebrando su imagen en aquellos núcleos que parecían devolver lo más virtuoso y contundente de sus ocho años de gestión.
Pero también, y no en menor medida, se buscó proyectar un escenario de conflicto interno que iría limando los apoyos, supuestamente indispensables a la hora de revalidar al propio proyecto kirchnerista. Se habló hasta la extenuación del enojo de los gobernadores y de los intendentes, se especuló con aquello de que Cristina le iba a deber todos sus votos al peronismo tradicional y que tendría que apoyarse en Daniel Scioli. Se criticó el armado de las listas, el lugar otorgado a La Cámpora que, a lo largo de semanas y semanas, fue demonizada como la nueva fuerza de choque (incluso uno de los candidatos de la oposición volvió a utilizar una palabra directamente extraída del lenguaje de la dictadura al referirse a los jóvenes que festejaban el triunfo del Frente para la Victoria: los llamó “subversivos”; su oscura retórica, que no se privó de nada, constituyó un viaje sin escalas a la noche dictatorial). A esa operación replicada por los “periodistas independientes” de los grandes medios gráficos se le agregó, como una continuidad de lo manifestado en los últimos años, la descripción de un país supuestamente atravesado por la violencia, la corrupción, el nepotismo, la impostura, el engaño y siguen los adjetivos que se dispararon sin piedad sobre la famosa “opinión pública” y que buscaron definir los contenidos del sentido común dominante. Cristina y el kirchnerismo fueron maltratados por la corporación mediática que, al mismo tiempo, buscaba con desesperación catapultar a un candidato que pudiera galvanizar a la oposición y generar un escenario de polarización de cara a las elecciones de octubre. Quizá la imagen patética de Elisa Carrió reconociendo, al modo egocéntrico que siempre la ha caracterizado, que el 97 por ciento de la ciudadanía votó (sic) “en su contra”, represente el punto de inflexión, en términos de decadencia, de una oposición carente de ideas y maniatada a los designios, los intereses y los deseos de la corporación mediática. A Lilita la devoraron sus propias profecías. Desde otra perspectiva será también hora de hacer el balance de la destrucción solanista de un interesante capital político (sus feroces diatribas contra el gobierno nacional acabaron por transformar a Proyecto Sur –una experiencia interesante y genuina de militantes de extracción nacional y popular– en otra correa de transmisión de los intereses y de la estrategia del monopolio comunicacional que hizo de Pino Solanas, y de su retórica hiperbólica no muy diferente a la de la máxima referente de la Coalición Cívica, otro de sus peones en su enfrentamiento al kirchnerismo).
Ni la estrategia de horadación, ni la búsqueda de crear escenarios de catástrofe, ni el bombardeo mediático ante actos de inseguridad, ni la aviesa intención de golpear a los organismos de derechos humanos o al juez Zaffaroni, alcanzaron, esta vez, para ocultar el peso de la realidad. Simplemente se corrió el velo y una parte sustancial de los ciudadanos del país corroboraron en las urnas lo que viven cotidianamente: recuperación de derechos, reconstrucción, a través de la asignación universal, de las zonas más dañadas de la vida social, crecimiento económico en medio de una dramática crisis mundial que arrastra a los principales países, aumento de los salarios y del consumo, sostenimiento del sistema jubilatorio, política de integración sudamericana, consolidación de la figura de Cristina en relación a una dirigencia opositora que está a años luz de su nivel político e intelectual y su capacidad de estadista, contraposición entre el crecimiento de la inversión en educación y lo que viene sucediendo en Chile donde los estudiantes piden lo que en nuestro país está garantizado por la vía de los derechos. Estas son apenas algunas de las cuestiones invisibilizadas por la corporación mediática que permiten explicar por qué, una vez que se corre el velo, emerge el caudaloso voto de apoyo a la gestión presidencial. El domingo por la noche, al caer el telón eleccionario, se puso en evidencia lo que alguien, alguna vez, llamó “las patas de la mentira”.
Ahora, y reafirmando en octubre los resultados del domingo, se abre con mayor intensidad el eje de la profundización que, en palabras de Cristina, se vincula directamente con la igualdad, es decir, con un avance sustantivo hacia la consolidación de una sociedad más justa y equitativa. La fuerza de los votos está allí para respaldar los desafíos del futuro inmediato. La oposición, mientras tanto, deberá preguntarse hacia dónde quiere ir y si le ha servido convertirse en deudora de los préstamos discursivos de la corporación mediática. Seguramente la democracia ganará si se rompe esa sujeción que ha transformado a viejas fuerzas políticas arraigadas en tradiciones populares en expresiones paupérrimas de un conservadurismo fuera de foco. Para ello tendrá que revisar sus despistes, sus incongruencias, allí donde todavía guarda algo de convicción democrática y de autoestima. Tampoco alcanzan a esta altura los intentos grotescos y ruines de algunos intelectuales, que suelen desplegar sus ideas “progresistas” en La Nación, que apuntan a lo que hemos denominado la “lógica de la impostura”, ese mecanismo de simulación que ha puesto en funcionamiento el kirchnerismo –y particularmente Cristina desde la muerte de Néstor Kirchner y al modo de una consumada actriz que sabe sacarle jugo, eso escriben con impunidad argumentativa digna de mejor causa, a su condición de viuda de la patria–. Las aguafuertes, para llamarlas de algún modo razonable, de Beatriz Sarlo rozan, últimamente, el desprecio sin abandonar, como una paradoja que la persigue cual espectro nocturno, su inocultable fascinación por un fenómeno político que, como supo escribir hace algún tiempo en tono melancólico, “ha ganado la batalla por la hegemonía cultural”. Al menos el último domingo una parte sustancial y mayoritaria de la sociedad se inclinó por apoyar la continuidad de la famosa “impostura”, esa misma que sigue sacando de quicio a los dueños de las grandes corporaciones económicas.
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