martes, 25 de octubre de 2011

El kirchnerismo, el malentendido y la anticipación.

Por Ricardo Forster


Ricardo Forster
 
Que la Argentina es un país extraño, fascinante, zigzagueante y espasmódico ya no es una novedad. Que los giros epocales suelen sorprendernos modificando lo que parecía cerrado es otra de las características nacionales. Que la sociedad, esa entelequia tan difícil de definir y que tiene tantos matices que la vuelven indescifrable, no suele comportarse de acuerdo a libretos previamente establecidos, constituye también parte de nuestra alambicada y enigmática idiosincrasia. Lejos de los estereotipos con los cuales solemos intentar interpretar nuestras circunstancias, nos encontramos, una y otra vez, transgrediendo lo que se espera de nosotros y quebrando certezas que, cuando se pronuncian, parecen inconmovibles y definitorias.

El kirchnerismo, apelando –con cierta libertad– a un concepto del filósofo francés Rancière, constituye un “malentendido”, algo así como una ruptura de lo esperable, un desequilibrio de lo que debía permanecer equilibrado, un desacuerdo de los acuerdos previamente establecidos y, finalmente, un disenso de los pactos consensualistas tan perseguidos por los cultores del republicanismo liberal y los gerenciamientos policiales de la política. Simplemente lo que se abrió bajo la irrupción imprevista de Néstor Kirchner hace ocho años no hizo otra cosa, que no es poco dadas las circunstancias argentinas, que encolerizar al poder real mostrándole, ante sus ojos azorados, que la clausura de la historia (imaginada por ese mismo poder bajo la forma de su absoluta y definitiva dominación) no era otra cosa que una quimera, el deseo exuberante y desmesurado de quienes estaban acostumbrados a medir la travesía por el tiempo de nuestro país bajo la perspectiva de lo eterno e inexorable cuyo rostro contemporáneo no era otro que el del neoliberalismo definitivamente realizado. El malentendido siguió su camino hasta desembocar en el famoso conflicto con la corporación agromediática que terminó por sincerar lo que todavía no alcanzaba a visualizarse. Sin escalas intermedias, y retomando la categórica imagen de John W. Cooke, el kirchnerismo pasó a convertirse en el “hecho maldito del país burgués”, aunque no remitiendo al fantasma de la revolución social (como lo imaginaba, en uno de sus rostros, el propio Cooke) sino afirmando el derecho de la política a recuperar un protagonismo perdido pero no en nombre de abstracciones republicanas sino en el de una tradición popular que, bajo lo nuevo de la época, regresaba para desencajar el “humor de los mercados”. Más que un reformismo y también diferente a un mero desarrollismo (como algunos han querido caracterizarlo), el kirchnerismo asumió un rol rupturista y una vocación de ir contracorriente en una época del capitalismo, esto hay que decirlo, en la que muy pocas voces se alzaban para cuestionar su marcha triunfal bajo el traje brutal del neoliberalismo.

Lejos de acoplarse a esas ilusiones, más lejos todavía de amplificar la pirueta del travestismo menemista, pero también antagónico a la retórica de un progresismo cómplice de la perpetuación de la economía global de mercado bajo formato rioplatense, el kirchnerismo vino a enloquecer la inercia de la historia tocando lo que parecía intocable una vez que los espectros de las experiencias emancipatorias (en sus diferentes versiones de izquierda y nacional populares) parecían haberse retirado a las salas de museos temáticos que nos recordaban cómo habían sido aquellas épocas dominadas por el espíritu de la revolución o simplemente habían pasado a ser objetos de estudio de historiadores, filósofos, sociólogos o arqueólogos.

El kirchnerismo (y tratar de penetrar en su originalidad es una manera de comenzar a entender por qué Cristina está a un paso de alcanzar una legitimación electoral descomunal), sin pretender convertirse en heredero o en émulo de esos ímpetus transformadores asociados a la gramática de las corrientes liberacionistas que supieron galvanizar y calentar en otros tiempos la geografía latinoamericana, se propuso, con aparente humildad, como una fuerza reparatoria, como la etapa –indispensable– de una reconstrucción no sólo de la vida económica y social sino, también, de la trama dañada de las representaciones populares. Sin esa escala intermedia, sin quebrarle el espinazo al proceso creciente de despolitización y de vaciamiento cultural simbólico que venía desplegándose en nuestro país, cualquier sueño de reencuentro con las esperanzas democrático igualitaristas no era otra cosa que una vana ilusión carente de base de sustento en la realidad. El kirchnerismo, en todo caso, enlazó viejos sueños algo ajados con una fuerte dosis de pragmatismo mostrando que no todo estaba perdido en una época dominada mayoritariamente por el desencanto y el cinismo que habilitó diversos tipos de alquimia política transformando antiguas y venerables tradiciones populares en correas de transmisión de políticas reaccionarias.

Así como logró rescatar (en una tarea que no culmina y que sigue teniendo zonas opacas) al peronismo de su captura prostibularia bajo la forma excremencial del menemismo (por eso resulta indispensable eludir la tentación de la iconografía nacionalpopular, aquella que escudándose en la recepción dogmática y acrítica deja sin revisar el daño que en el interior de esa tradición ejerció la cooptación neoliberal y la persistencia de antiguas marcas oscurantistas), también desnudó las esenciales carencias de un progresismo vaciado y petulante que, por esas cosas de la desmemoria, sigue insistiendo con sus mismas fórmulas republicano-liberales sin hacerse cargo de su altísima responsabilidad en la sequía argentina de la década del ’90, cuando creyó que la inexorabilidad del orden económico era algo sellado de una vez y para siempre y que lo que le quedaba a una fuerza política otrora de matriz popular y de izquierda no era más que recostarse en un agusanado ideal republicano asociado a una retórica de la honestidad y la anticorrupción. En todo caso, el kirchnerismo, con sus maneras algo plebeyas y rupturistas, con su decisionismo inicial y su abandono de los lenguajes heredados de esa década maldita, rompió la inercia y enloqueció a los distintos actores de un drama nacional que simplemente no entendían qué es lo que estaba pasando y quién les había cambiado las reglas de juego. Comenzar a descifrar los “enigmas” del kirchnerismo es algo muy recomendable a la hora de tratar de explicarse por qué Cristina arrasará en las próximas elecciones pero es, también, interrogar con algo de audacia qué modificaciones sustanciales se han ido produciendo en el interior de la vida social argentina como para cambiar cualitativa y cuantitativamente la actualidad de la política y, sobre todo, de la realidad de los sectores populares que han transferido su reconocimiento, después de mucho tiempo, a una figura como Cristina Kirchner. Esas indagaciones no sólo estarán destinadas a desentrañar lo que viene sucediendo desde 2003 sino, también, deberán interrogarse, con espíritu abierto y crítico, cuáles son los desafíos por venir y qué significa la famosa “profundización” del proyecto (prefiero ese término al de “modelo” que me resulta parcial y más vinculado a una matriz económica, mientras que proyecto amplifica la cuestión hacia la dimensión política y cultural).

Si hiciéramos el esfuerzo de instalarnos en julio de 2008 o, más cerca todavía, si nos trasladáramos a los días y meses posteriores a las elecciones de junio de 2009, y si alguien nos hubiera preguntado qué imaginábamos de cara a octubre de 2011, seguro que ni el más optimista de los kirchneristas habría anticipado la contundencia de lo que las encuestas anticipan. El propio Néstor Kirchner, incansable en su búsqueda de abrir caminos hacia la consolidación del proyecto, bregaba por alcanzar esa cifra mágica del 40 por ciento de los votos tomando una distancia de 10 puntos respecto del segundo, anulando de ese modo la posibilidad de una complicada segunda vuelta. Remontar la derrota del voto no positivo del ya hoy invisible Cobos y, aún más, doblar el recodo de ese otro momento fatídico que pareció transformar a la oposición en un fuerza indetenible que arrasaba con todo, constituía una tarea harto complicada y con pronóstico incierto. ¿Cómo no recordar a tantas voces, incluso amigas, que se apresuraron a anunciar el crepúsculo de lo iniciado en mayo del 2003? ¿Cómo olvidar el fuego cruzado que provenía de la corporación mediática y de la oposición política que ya se regodeaban con la supuesta debilidad del Gobierno?

Sin dudas que los acontecimientos del inolvidable 2010 (precedidos por la respuesta a la derrota de junio de 2009 que asumió la forma de la ley de servicios audiovisuales y de la asignación universal por hijo) comenzaron, desde el affaire Redrado que culminó con su eyección del Banco central y el nombramiento de Mercedes Marcó del Pont, hasta la inesperada muerte de Kirchner y pasando previamente por ese otro acontecimiento caudaloso y sorprendente como lo fue el festejo multitudinario del Bicentenario, a reconstruir, en la trama colectiva y en la recuperación de la imagen de Cristina, el camino que encontraría, hasta ahora, su punto máximo en las internas abiertas del 14 de agosto que se convirtió en una verdadera fecha bisagra, fecha que acabó por sepultar las expectativas de la oposición y, sobre todo, de la corporación mediática que había apostado todas sus fichas a un declive irreversible del oficialismo y que, a partir de su mirada estrecha y encapsulada, le impidió descifrar el crecimiento exponencial de la imagen de Cristina junto con una decisiva transformación en la relación de los sectores populares con el gobierno nacional.

Pensaron que el efecto emotivo de la muerte de Kirchner acabaría pasando, del mismo modo que interpretaron los resultados electorales de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba como augurios de lo que acabaría por suceder en octubre. Incluso alucinaron con que las internas abiertas serían el instrumento que le permitiría a la oposición definir quién, de entre los candidatos, sería el elegido para disputarle a Cristina la presidencia. Pero se encontraron, para su indescriptible horror, ante un resultado que nunca imaginaron que podía darse. En esa noche del 14 de agosto se rompieron en mil pedazos las ilusiones poskirchneristas abriendo, para escándalo de esos mismos medios de comunicación todopoderosos, la perspectiva de una tremenda derrota en toda la línea. La lógica del prejuicio y el encapsulamiento les jugó definitivamente en contra. Como en otros momentos de nuestra historia vieron lo que previamente querían ver, mientras que por detrás y por debajo, entre los intersticios invisibles de la vida social, crecía, con fuerza que hoy es abrumadora, el apoyo a Cristina.

El 14 de agosto vino a sincerar lo que el velamiento mediático mantenía oculto, como si su relato monocorde hubiera terminado por construir una ficción que se topó, finalmente, con la verdad no dicha de una realidad capaz de horadar el cerco informativo y de romper en mil pedazos la unidireccionalidad de un dispositivo que, de tanto diseñar la escena ideal de la catástrofe tantas veces anunciada y nunca acontecida, no hubiera siquiera alucinado, en su peor pesadilla, que la única catástrofe por suceder sería la bancarrota de la propia oposición que simplemente quedó enmudecida y sin palabras para dar cuenta de su caída en abismo.

Aquello que antes definía el sentido común dominante y articulaba la gramática de la famosa opinión pública, la proliferación de un supuesto sentimiento de crítica irreversible hacia el Gobierno, no pudo resistir el impacto del 14 de agosto y acabó por desnudar la pobreza franciscana no sólo de la oposición política sino, centralmente, de la usina mediática desde la que se buscó dirigir la estrategia de confrontación antioficialista. Demudados y desconcertados las principales plumas de los medios concentrados, los autoproclamados periodistas independientes, buscaron, con esfuerzo digno de mejor causa, responsabilizar del estrepitoso fracaso a los dirigentes de la oposición que fueron descriptos como ineptos e irresponsables. Para agregar algún otro elemento que hiciera más creíble el sorpresivo giro del electorado centraron sus análisis en el bienestar económico, en el aumento de los índices de consumo y en el famoso viento de cola que terminó por resolverle todos los problemas al kirchnerismo. Hasta el día de hoy, esos sesudos analistas no pudieron ni pueden, porque es más fuerte que ellos, concederle algún mérito al propio Gobierno (en todo caso se detuvieron, con impiadoso cinismo, a analizar el “efecto viudez” como un catalizador de votos o a recordar el famoso “voto cuota” del menemismo como para relacionar los ’90 con la actualidad). Hoy apenas si añoran el tiempo en que sus anuncios se cumplían y lo hacen deseando que la crisis económica de los países desarrollados golpee con brutalidad en nuestro país. Calculan, con eterna malicia, que ese es el único factor que podría debilitar al Gobierno y, a partir de allí, abrirles una nueva oportunidad para sus interminables conspiraciones.

Lo cierto es que no se recuerda, en los anales de la vida democrática argentina, que la semana previa a una elección caracterizada como decisiva, la anticipación del resultado, su inusual contundencia bajo el nombre, ahora, de Cristina, unida a la fragmentación opositora, le restara cualquier sorpresa. Lo abismal de la distancia, también inédita, abre un doble escenario de cara al futuro inmediato: la relegitimación histórica del kirchnerismo y la crisis abrumadora de todos aquellos que apostaron a expandir el famoso “clima destituyente”.DIARIO23

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