martes, 23 de febrero de 2010

El odio

Por Eduardo Aliverti
/fotos/20100222/notas/na04fo01.jpg

Sí, el tema de estas líneas es el odio. Planteado así, de manera tan seca y contundente, quizás y ante todo deba reconocerse que es más propio de cientistas sociales que de un simple periodista u opinólogo. Pero, precisamente porque uno es esto último, registra que su razonamiento respecto del clima político y social de la Argentina desemboca en algo que ya excede a la mera observación periodística.

Hay –es probable– una única cosa con la que muy difícilmente no nos pongamos todos de acuerdo, si se parte de una básica honestidad intelectual. Con cuantos méritos y deficiencias quieran reconocérsele e imputarle, desde 2003 el kirchnerismo reintrodujo el valor de la política, como ámbito en el que decidir la economía y como herramienta para poner en discusión los dogmas impuestos por el neoliberalismo. Ambos dispositivos habían desaparecido casi desde el mismo comienzo del menemismo, continuaron evaporados durante la gestión de la Alianza y, obviamente, el interregno del Padrino no estaba en actitud ni aptitud para alterarlos. Fueron trece años o más (si se toman los últimos del gobierno de Alfonsín, cuando quedó al arbitrio de las “fuerzas del mercado”) de un vaciamiento político portentoso. El país fue rematado bajo las leyes del Consenso de Washington y la rata, con una audacia que es menester admitirle, se limitó a aplicar el ordenamiento que, por cierto, estaba en línea con la corriente mundial. También de la mano con algunos aires de cambio en ese estándar, y así se concediera que no quedaba otra chance tras la devastación, la etapa arrancada hace siete años volvió a familiarizarnos con algunos de los significados que se creían prehistóricos: intervención del Estado en la economía a efectos de ciertas reparaciones sociales; apuesta al mercado interno como motor o batería de los negocios; reactivación industrial; firmeza en las relaciones con varios de los núcleos duros del establishment. Y a esa suma hay que agregar algo a lo cual, como adelanto de alguna hipótesis, parecería que debe dársele una relevancia enorme. Son las acciones y gestos en el escenario definido como estrictamente político, desde un lugar de recategorización simbólica: impulso de los juicios a los genocidas; transformación de la Corte Suprema; enfriamiento subrayado con la cúpula de la Iglesia Católica; Madres y Abuelas resaltadas como orgullo nacional y entrando a la Casa Rosada antes que los CEO de las multinacionales; militancia de los ’70 en posiciones de poder. En definitiva, y –para ampliar– aun cuando se otorgara que este bagaje provino de circunstancias de época, sobreactuaciones, conciencia culposa o cuanto quisiera argüirse para restarles cualidades a sus ejecutores, nadie, con sinceridad, puede refutar que se trató de un “reingreso” de la política. Las grandes patronales de la economía ya no eran lo único habilitado para decir y mandar. Hasta acá llegamos. Adelante de esta coincidencia que a derecha e izquierda podría presumirse generalizada, no hay ninguna otra. Se pudre todo. Pero se pudre de dos formas diferentes. Una que podría considerarse “natural”. Y otra que es el motivo de nuestros desvelos. O bien, de una ratificación que no quisiéramos encontrar.

La primera nace en el entendimiento de la política como un espacio de disputa de intereses y necesidades de clase y sector. Por lo tanto, es un terreno de conflicto permanente, que ondula entre la crispación y la tranquilidad relativa según sean el volumen y la calidad de los actores que forcejean. Este Gobierno, está claro, afectó algunos intereses muy importantes. Seguramente menos que los aspirables desde una perspectiva de izquierda clásica, pero eso no invalida lo anterior. Tres de esos enfrentamientos en particular, debido al tamaño de los bandos conmovidos, representan un quiebre fatal en el modo con que la clase dominante visualiza al oficialismo. Las retenciones agropecuarias, la reestatización del sistema jubilatorio y la ley de medios audiovisuales. Ese combo aunó la furia. Una mano en el bolsillo del “campo”; otra en uno de los negociados públicos más espeluznantes que sobrevivían de los ’90, y otra en el del grupo comunicacional más grande del país, con el bonus track de haberle quitado la televisación del fútbol. De vuelta: no vienen al caso las motivaciones que el kirchnerismo tenga o haya tenido y no por no ser apasionante y hasta necesario discutirlas, sino porque no son aquí el objeto de estudio. Es irrebatible que ese trío de medidas –y algunas acompañantes– desató sobre el Gobierno el ataque más fanático de que se tenga memoria. Hay que retroceder hasta el segundo mandato de Perón, o al de Illia, para encontrar –tal vez– algo semejante. Potenciados por el papel aplastante que adquirieron, los medios de comunicación son un vehículo primordial de esa ira. El firmante confiesa que sólo la obligación profesional lo mueve a continuar prestando atención puntillosa a la mayoría de los diarios, programas radiofónicos, noticieros televisivos. No es ya una cuestión de intolerancia ideológica sino de repugnancia, literalmente, por la impudicia con que se tergiversa la información, con que se inventa, con que se apela a cualquier recurso, con que se bastardea a la actividad periodística hasta el punto de sentir vergüenza ajena. Todo abonado, claro está, por el hecho de que uno pertenece a este ambiente hace ya muchos años, y entonces conoce los bueyes y no puede creer, no quiere creer, que caigan tan bajo colegas que hasta ayer nomás abrevaban en el ideario de la rigurosidad profesional. Ni siquiera hablamos de que eran progresistas. La semana pasada se pudo leer que los K son susceptibles de ser comparados con Galtieri. Se pudo escuchar que hay olor a 2001. Hay un límite, carajo, para seguir afirmando lo que el interés del medio requiere. Gente de renombre, además, que no se va a quedar sin trabajo. Gente –no toda, desde ya– de la que uno sabe que no piensa políticamente lo que está diciendo, a menos que haya mentido toda su vida.

Sin embargo, más allá de estas disquisiciones, todavía estamos en el campo de batalla “natural” de la lucha política; es decir, aquel en el que la profundidad o percepción de unas medidas gubernamentales, y del tono oficialista en general, dividieron las aguas con virulencia. Son colisiones con saña entre factores de poder, los grandes medios forman parte implícita de la oposición (como alternativamente ocurre en casi todo el mundo) y no habría de qué asombrarse ni temer. Pero las cosas se complican cuando nos salimos de la esfera de esos tanques chocadores, y pasamos a lo que el convencionalismo denomina “la gente” común. Y específicamente la clase media, no sólo de Buenos Aires, cuyas vastas porciones –junto con muchas populares del conurbano bonaerense– fueron las que el 28-J produjeron la derrota electoral del kirchnerismo. ¿Hay sincronía entre la situación económica de los sectores medios y su bronca ya pareciera que crónica? Por fuera de la escalada inflacionaria de las últimas semanas, tanto en el repaso del total de la gestión como de la coyuntura, los números dan a favor. En cotejo con lo que ocurría en 2003, cuando calculado en ingresos de bolsillo pasó a ser pobre el 50 por ciento del país, o con las marquesinas de esta temporada veraniega, en la que se batieron todos los records de movimiento turístico y consumo, suena inconcebible que el grueso de la clase media pueda decir que está peor o que le va decididamente mal. Pero eso sería lo que en buena medida expresaron las urnas, y lo que en forma monotemática señalan los medios.

Veamos las graduaciones con que se manifiesta ese disconformismo. Porque podría conferirse la licencia de que, justamente por ir mejor las cosas en lo económico, la “gente” se permite atender otros aspectos en los que el oficialismo queda muy mal parado, o apto para las acusaciones. Ya se sabe: autoritarismo, sospechas de corrupción, desprecio por el consenso, ausencia de vocación federalista, capitalismo de amigotes y tanto más por el estilo. Nada distinto, sin ir más lejos, a lo que recién sobre su final se le endilgó a Menem y su harén de mafiosos. ¿Qué habrá sucedido para que, de aquel tiempo a hoy, y a escalas tan similares de bonanza económica real o presunta, éstos sean el Gobierno montonero, la puta guerrillera, la grasa que se enchastra de maquillaje, los blogs rebosantes de felicidad por la carótida de Kirchner, los ladrones de Santa Cruz, la degenerada que usa carteras de 5 mil dólares, la instalación mediática de que no llegan al 2011, el olor al 2001, el uso del avión presidencial para viajes particulares? ¿Cómo es que la avispa de uno sirvió para que se cagaran todos de la risa y las cirugías de la otra son el símbolo de a qué se dedica esta yegua mientras el campo se nos muere? ¿Cómo es que cuando perpetraron el desfalco de la jubilación privada nos habíamos alineado con la modernidad, y cuando se volvió al Estado es para que estos chorros sigan comprándose El Calafate? Pero sobre todo, ¿cómo es que todo eso lo dice tanta gente a la que en plata le va mejor?

Uno sospecharía principalmente de los medios. De sus maniobras. De que es un escenario que montan. Pues no. Por mucho que haya de eso, de lo que en verdad sospecha es de que el odio generado en las clases altas, por la afectación de algunos de sus símbolos intocables, ha reinstalado entre la media el temor de que todo se vaya al diablo y pueda perder algunas de las parcelas pequebú que se le terminaron yendo irremediablemente ahí, al diablo, cada vez que gobernaron los tipos a los que les hace el coro.

Debería ser increíble, pero más de 50 años después parece que volvió el “Viva el Cáncer” con que los antepasados de estos miserables festejaron la muerte de Eva.

pagina12.

domingo, 14 de febrero de 2010

Altruismos

Por Juan Gelman
/fotos/20100214/notas/na36fo01.jpg

¿Quién dijo que el Fondo Monetario Internacional no es altruista, que impone más pobreza a los países pobres y les origina catástrofes económicas, que le importa más el capital que el género humano (entre otras cosas)? Pues no: acaba de dar una muestra cabal de su generosidad, su esplendidez, su largueza enviando a Haití “una ayuda de urgencia” de 114 millones de dólares. Como sucede algunas veces, conviene examinar el contenido de la palabra “ayuda” en este caso.

Se trata de un préstamo que el FMI ha decidido empezar a cobrar dentro de cinco años y medio sin que se acumulen intereses durante dicho período. Esto ya es magnanimidad. El señor Dominique StraussKahn, director general y presidente del consejo de la institución, señaló que de ese modo participa en el esfuerzo de reconstrucción del país asolado (www.imf.org, 27-1-10). Agregó que “ayudará a las autoridades (haitianas) a preparar y llevar a cabo un plan de reconstrucción y de recuperación económica a mediano plazo”. Cejas de muchos países se fruncieron: es el anuncio de un “plan de reforma estructural”, según la terminología en curso, que los castiga todavía.

El Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo (Cadtm) calificó de escandalosa “esta nueva maniobra del FMI tendiente a relegitimar su acción en Haití” (www.cadtm.org, 30-1-10). Subrayó “la responsabilidad abrumadora” del Fondo, el Banco Mundial y otros organismos financieros en la violación de los derechos humanos, la liquidación de la autosuficiencia alimentaria del pueblo haitiano y el endeudamiento aplastante y progresivo del país. Esto último empezó hace mucho.

Haití nació endeudado: para reconocer la independencia lograda en 1804, Francia obligó al país recién nacido a pagar 90 millones de francos oro como indemnización por la pérdida de sus esclavos. El pago de esta deuda le llevó a Haití más de un siglo: empezó en 1825 y terminó en 1947. En el interín, EE.UU. lo ocupó militarmente (1910-1934) y saqueó el tesoro nacional. Los dictadores que apoyó después –François Duvalier y su hijo Jean-Claude, alias Bébé Doc– obtuvieron del Banco Mundial, el FMI y el BID un préstamo tras otro que emplearon sobre todo en financiar escuadrones de la muerte, los tonton macoute primero, los Leopardos después.

La conjunción militar-político-económica de EE.UU. y las instituciones financieras ejecutaron políticas nefastas para el pueblo haitiano. Por ejemplo, le cambiaron la alimentación, como señala el Cadtm. El dumping de productos estadounidenses subvencionados arrasó prácticamente con la producción local: “Víctima de esta competencia desleal, Haití se ha convertido en una cloaca de productos agrícolas, avícolas y piscícolas de baja calidad de EE.UU.”, observa el escritor Camille Loty Malebranche (www.michelcollon.info:80, 14-1-2010). Lo sucedido con el ganado porcino local es paradigmático.

Haití contaba con 1.300.000 cabezas de cerdo negro, una variedad local vigorosa que se alimentaba de desechos y gusanos. Se alimentaba: aprovechando un brote de fiebre porcina que estalló en la República Dominicana en 1978 y la aparición de algunos –pocos– casos en Haití, EE.UU. blandió el fantasma de una amenaza inminente de contagio y logró, vía el BID, que el Bebé Doc liquidara todo ese ganado. Miles de familias se quedaron sin un recurso fácil de mantener. Se beneficiaron las empresas estadounidenses que vendieron cerdos demandantes de dieta y cuidados especiales. No fue el único golpe propinado a la producción agrícola haitiana: el FMI y el BID lograron que Bébé redujera del 30 al 10 por ciento los aranceles impuestos a la importación de arroz. El subsidiado de EE.UU. inundó la plaza provocando la migración a Puerto Príncipe de numerosos campesinos. En 1970 el país era autosuficiente en la materia.

El presidente Jean-Baptiste Aristide fue nuevamente derrocado el 29 de febrero del 2004 por no cumplir la imposición del FMI de privatizar bancos, la empresa cementera y la telefónica. El método fue simple: el FMI y el Banco Mundial instauraron un bloqueo de la “ayuda” que estaba en perfecta consonancia con el deseo del gobierno de W. Bush. Recuerda el Cadtm que el economista Jeffrey Sachs, ex asesor de los dos organismos, manifestó al respecto: “Los dirigentes estadounidenses estaban perfectamente conscientes de que el embargo de la ayuda provocaría una crisis de la balanza de pagos, el incremento abrupto de la inflación y el derrumbe del nivel de vida, lo que a su vez azuzaría la rebelión (contra Aristide)”. Un grupo paramilitar invadió Haití y se conoce el resto: prácticamente raptado por fuerzas estadounidenses, Aristide fue sacado de Haití y sólo fue repuesto a condición de cumplir el “plan de reforma estructural” del FMI, siempre espléndido, siempre generoso.

pagina12

Delivery macabro

Por Mario Wainfeld

La salud de los dirigentes de primer nivel es una cuestión política. Nadie se privó de pensar (nadie podía privarse de pensar) en las virtuales consecuencias de la operación de urgencia a la que fue sometido el ex presidente Néstor Kirchner. Afortunadamente, el episodio se superó, el ahora diputado está bien y él mismo retomó su actividad más pronto que tarde.

Pero si ese abordaje (que se ahorrará en esta nota) es ineludible, hay otras facetas relevantes cuando está en vilo la vida de un ser humano.

Las conductas públicas ante lo inesperado y extremo resultan reveladoras. Toda sociedad incluye reglas de respeto, de cortesía, de buenos modos, si se quiere. La civilización es, cuanto menos, la sublimación de los instintos más primarios.

Cuando se reclama felicitar al adversario que ganó una elección o cuando se exalta que la presidenta Michelle Bachelet haya asistido al funeral del dictador Augusto Pinochet, es forzoso dar testimonio de que se está a la altura de esos parámetros. No es cuestión de deponer banderas, de cesar luchas, de ceder terreno, es “apenas” cuestión de humanidad. Por eso, fueron chocantes y brutales algunas expresiones públicas y ciertos silencios. Ningún dirigente opositor expresó preocupación durante el trance y alivio ante su desenlace. Gestos de ese jaez, como la felicitación tras la derrota, son una señal a la sociedad, un bálsamo, una prueba de que no todo es lucha y fragor.

Los comentarios de los lectores del on line de La Nación rezumaron odio y salvajismo. Este cronista anotó algunos en la intención de reproducirlos. La desecha hoy, prefiere omitirlos, expresan lo peor de la condición humana.

Analistas políticos afamados equipararon un episodio límite pero cotidiano a un castigo bíblico. Según ellos, una obstrucción de carótida es la prueba de una personalidad desviada. Habrá que reescribir libros de medicina que explican que muchas buenas personas están expuestas a esos avatares. O habrá que discriminar al papá o al tío que lo padecieron, vaya a saber.

Entre todas las expresiones de un odio incontenible y anticivil, la mayor fue la del cardenal Jorge Bergoglio. Sin consultar a la familia, sin el menor recato, divulgándolo a los cuatro vientos, envió un sacerdote a darle la unción de los enfermos a Kirchner. Un gesto muy distante de la contención que se atribuye a los prelados o de la sutileza que nimba a los jesuitas. Un delivery provocador, insidioso y macabro.

Un editorial de La Nación, congruente con sus lectores más brutales, elogió la medida. Con mucho más tino, y mejor prosa, el periodista José Ignacio López cuestionó, el martes en el mismo medio, la movida de Bergoglio. Su columna se títuló “Un traspié evangélico”, le bastaron pocas líneas para redondearla. López habló de “sobreactuación” del cardenal, subrayó que “la escena... no fue precisamente evangelizadora” y que “transgredió el celoso límite de la intimidad de una familia”.

José Ignacio López es un periodista de larga trayectoria, muy conocedor de la jerarquía de la Iglesia Católica y bastante afín a ella.

No se privó de consignar un elogio global a la figura de Bergoglio. Pero su intervención, concebida en su clásico estilo moderado, fue una señal de sensatez y buena praxis. López –que seguramente está más cerca ideológicamente de sus criticados que del oficialismo– demostró honestidad intelectual y prudencia, dando cuenta de portar un humanismo esencial. Parecen valores muy primarios, muy básicos, pero se los encuentra poco en el mercado actual. Por eso deben valorarse tanto, en medio de una cultura binaria e intolerante que, ante una situación límite, desenmascaró muchos rostros.

pagina12

jueves, 11 de febrero de 2010

Las buenas intenciones y la política

Por Rubén Dri *

“Ni en el mundo, dice Kant, ni en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.” Y para que no queden dudas, aclara: “La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.” Kant fundamenta la ética de la intención que encontrará su formulación en el principio categórico, que consiste en lo esencial de que todo lo que haga el sujeto debe poder querer que todo el mundo lo haga si se encuentra en esa situación. De esta manera, el comportamiento ético queda desligado de sus consecuencias prácticas. El infierno está plagado de buenas intenciones, según un dicho medieval.

Hegel fue el filósofo que llevó a fondo la crítica a esta desconexión entre la intención y sus consecuencias. La intención se propone siempre lo perfecto, que se expresa en “principios” como “hay que decir siempre la verdad”. No bien comienzas a pensar qué quiere decir ese principio te das cuenta de que en la realidad, es decir, en el contexto humano, social, político, lo que parecía claro se oscurece.

La Iglesia Católica es maestra del principismo, pues sólo de esa manera puede poner al resguardo de todo peligro sus “dogmas”. Lo que pueda sucederles a los seres humanos depende de esos mismos sujetos. Así, por ejemplo, el principio dice que el aborto es un crimen porque atenta contra la vida y, en consecuencia, la mujer que aborta es una asesina. Si de la defensa de este principio que lleva a obstaculizar cualquier legislación que haga al aborto no punible, miles de mujeres abortan en condiciones tales que ocasionan la muerte del feto y también de la madre, ello es culpa de esas mujeres. A nadie se oculta que esto esconde una gran hipocresía. La pretendida defensa de la vida ocasiona la muerte, pero de ello el principista, la Iglesia en este caso, no se hace cargo. La culpa la tiene el otro, o mejor, la otra. Los principios son en realidad orientaciones fundamentales que dan sentido a la vida de los seres humanos y como tales se desarrollan dialécticamente, según “el curso del mundo”, como decía Hegel.

Ello llevó a Hegel a distinguir entre la moral y la ética, siendo la primera la actuación del individuo y la ética el ámbito intersubjetivo y, en consecuencia, político en que se da el comportamiento moral. El desprendimiento de la actuación en relación con sus consecuencias lleva fácilmente a la hipocresía y origina mala conciencia.

Max Weber retomará los conceptos hegelianos, haciendo una precisa distinción entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”, pero en realidad nunca se da una sin la otra, pues como seres esencialmente intersubjetivos, lo que hacemos, las resoluciones que tomamos, influyen en los demás. Todo lo que hacemos tiene consecuencias.

Si eso es válido para todo lo que hacemos, lo es mucho más cuando nos referimos a la acción política, porque ésta tiene que ver directamente con lo público. Allí no vale la pura buena voluntad o convicción. Menester es hacerse cargo de las consecuencias y, en este sentido, muchas veces el puro principio puede generar consecuencias que atentan contra el mismo.

Dos casos de nuestra política reciente y actual muestran esto con claridad. Cuando se trató de la votación de la 125, sólo había dos opciones, votar por la positiva, es decir por las retenciones móviles, o por la negativa, es decir estar en contra de las mismas y, en consecuencia, estar de acuerdo con la Mesa de Enlace y en especial con la Sociedad Rural. Pretender, como lo hizo Claudio Lozano, que su voto negativo era por la segmentación de las retenciones es, en el mejor de los casos, un autoengaño, y en el peor, una hipocresía. La pretendida convicción o buena voluntad produjo un acto que favoreció a las corporaciones agrarias.

El caso de la política actual se refiere al tema de las reservas y de la deuda externa. Después del desastre provocado por la política neoliberal de los ’90, el gobierno de Kirchner procedió a una lenta reconstrucción del Estado y, en una situación de debilidad, pudo hacer una quita de un 70 por ciento a la deuda externa y llevar adelante una política económica de crecimiento que permitió tener en reserva 48 mil millones de dólares.

Cuando el Gobierno quiere pagar la deuda con parte de las reservas, todo el espectro opositor se levanta para defender las reservas que ellos, cuando fueron gobierno, habían liquidado. ¿Con qué se va a pagar entonces? Con el presupuesto, es decir, con los ajustes. El centroizquierda liderado por Proyecto Sur también se opone, pero lo hace para sostener la pura convicción de que no se pague la deuda ilegítima. Saben bien que en este contexto tal posición es puramente principista, con la nefasta consecuencia de que, si triunfa, la deuda se pagará con el presupuesto, es decir, con el salario, las jubilaciones, en una palabra con el ajuste. No será culpa de ellos. La culpa la tiene el otro.

Por otra parte, se oculta que lo que está en juego en toda esta movida de la derecha manejada por el grupo Clarín es el desgaste del Gobierno hasta, si es posible, su destitución y, con ello, el fin de la ley de medios, de la política de derechos humanos, la vuelta a las AFJP, el fin de la política latinoamericana de la Patria Grande, la vuelta a las relaciones carnales. De esto el principista no se hace cargo.

* Filósofo, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Link a la nota:
pagina12

miércoles, 10 de febrero de 2010

Las tesis del odio

Por María Pía López *

Pocas frases han expresado tanto odio como aquel “¡viva el cáncer!” que manos anónimas pintaron en un muro, cuando una mujer joven agonizaba en Recoleta. Pocas acciones han sido tan cruentas como el bombardeo a la Plaza de Mayo por aviones de las fuerzas armadas golpistas. El objeto de ese odio, verbal y armado, fue el peronismo. Que ha mutado mucho, sin dudas. Que ha sido el partido plebeyo y también el gestor de la reconversión neoliberal, que ha sido el partido del pacto militar pero también en su última curvatura el de los derechos humanos. Pero no ha mutado su condición de superficie receptora de odios profundos, explícitos, impúdicos, racistas. El graffiti que en los ’50 festejaba la muerte de esa mujer por una enfermedad corrosiva se multiplicó en los blogs de los diarios como anhelo ante la operación de urgencia de Néstor Kirchner.

Hay quienes dicen que en esta estación del peronismo, como en las primeras, despierta odios por sus virtudes. Sin dudas es así en amplias porciones de los sectores dominantes, en los núcleos ideologizados de las Fuerzas Armadas, en las corporaciones mediáticas. ¿O no son los medios las usinas insaciables de la ferocidad? ¿No es allí, aun más que en las conspiraciones de la Unión Industrial, donde se agitan los equipos de la destitución, munidos de carpetas y de astucia para titular? ¿Se distancian los comentarios agresivos de los lectores del título con que un diario, en su edición digital, anuncia el intento de extremaunción al ex presidente? En los subterráneos del odio, las almas se enlazan y las escrituras se reconocen.

Pero es más difícil explicar el desdén de los sectores medios o las iras populares. O más aún: las tirrias de los grupos progresistas. Dificilísimo explicar eso si pensamos en la secuencia de medidas de gobierno tomadas desde el 2003 para aquí. No es necesario nombrarlas una vez más, apenas recordar que son medidas reparatorias y de justicia y que benefician a amplias capas de la población. Incluso los que señalan lo que falta –como, por ejemplo, una política de recursos naturales– no deberían privarse de ver lo efectivamente desplegado. Y sin embargo lo hacen. Hay un odio abonado por izquierda, que se sustenta en el desmerecimiento de todas las medidas de gobierno en nombre de la hipótesis de la impostura.

En esa narrativa, el grupo gobernante tendría intereses oscuros, que para ser realizados requerirían una mascarada ideológica. Entonces, se encarcelarían militares o se articularían políticas con los organismos de derechos humanos para ocultar lo que verdaderamente interesa a los impostores: la entrega del petróleo. La tesis es débil y sin embargo funciona e impregna muchas de las reacciones airadas y los despechos que tratan la gestión gubernamental. De ese modo, al Gobierno que en más sentidos ha producido rupturas con los años ’90, se lo puede nombrar como un nuevo menemismo. Incluso por personas beneficiadas social y económicamente por esas políticas de ruptura.

Si la imagen de la impostura funciona, si es el comodín que se esgrime ante cada situación, es porque registra desde la mala fe algo que constituye a este momento político: la coexistencia de dimensiones heterogéneas y conflictivas. La apuesta transformadora en las políticas y la constitución de elencos funcionariales que hicieron sus pininos en el neoliberalismo. Las políticas reparatorias de la pobreza y la desconsideración de la inflación mediante el cambio de las mediciones del Indec. La inteligencia para comprender la conflictividad social y el economicismo con el cual se piensa la recomposición de las organizaciones populares. Una valoración discursiva de las insurgencias pasadas y un realismo empresarial para organizar las inversiones presentes. Se juegan valores diferentes y sensibilidades contradictorias. La tesis de la impostura juzga esa heterogeneidad con la idea de simulación o con la chatura de la máscara, cuando más bien corresponden a efectivas contradicciones.

La conjunción entre el odio y esa hipótesis del enmascaramiento corroe todo consenso sobre los actos de gobierno. Ante las medidas más profundas gritan que se trata de la caja. Y en el imaginario social se activa el juego de las asociaciones que terminan en la idea de que “caja” es el nombre del financiamiento indecible de la política o el acopio millonario de los políticos. No se desarma esa fuerza invirtiendo la negación y viendo la verdad en una sola de las series. Porque no es cuestión de montajes. Sino de extraer las consecuencias políticas que tiene una conjunción de elementos contradictorios. Allí, la verdad de nuestra época. También su futuro.

La tesis de la impostura enfatiza la herencia de los ‘90. Se hace cargo del cinismo frente a la política y de la desconfianza en la vida pública. El razonamiento despolitizador que ha primado, no sin bases ciertas, en las últimas décadas es que todo es mercado, por lo tanto aquel que no hable explicitando su condición de agente de intercambios sólo enmascara su condición o quiere hacer pingües negocios mediante el ocultamiento. En estos últimos años ha habido fuertes intentos de recomponer otra idea de la política, pero esos intentos no han perforado los núcleos poderosos de la desazón social. Que, al contrario, han sido y son alimentados no sólo por una poderosa maquinaria cultural y mediática, sino también por la persistencia de negocios privadas por parte de hombres de Gobierno.

Quizá por no terminar de percibir que, como nunca antes, el futuro político del país no depende sólo de la expansión de la economía, sino de la conformación de un entramado cultural, de la disputa por los consensos y la expansión de una serie de valores que se encarnen en las mayorías. En la interpretación de los hechos, en la conformación de una narración que los contenga, los explique, los trate con las palabras adecuadas –y no con aquellas que, por provenir de otras experiencias, les quedan como disfraces– se juega el destino de esos hechos.

* Socióloga, ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Link a la nota:
pagina12

martes, 2 de febrero de 2010

Política y poder

Por Roberto Follari *

“Si los gobernantes quisieran, se acabaría la pobreza”, dicen algunos con un simplismo pasmoso. O creen que “si los gobernantes se pusieran las pilas, en unos meses acabamos con la inseguridad”. Algo más cercano a la magia y la ciencia ficción que a la realidad. En la Argentina post 2001 se convirtió en un lugar común echar la culpa de todo a los políticos, en especial a los que gobiernan. Con tan poco cuidado que no se diferencia un gobierno de otro, o se echa la culpa hoy por lo que hicieron los de ayer (caso de la ahora discutida deuda externa).

Por supuesto que la política maneja una porción del poder. Pero sólo una porción, a menudo bastante menor. Las ciencias sociales dejan en claro que, por ejemplo, para acabar con la pobreza, hay que enfrentar a múltiples poderes económicos, mediáticos y geopolíticos existentes. Y que éstos reaccionan con virulencia: véase, si no, cómo las derechas atacan a gobiernos como los de Evo Morales o Rafael Correa. Los gobiernos que no son atacados, que guardan “buenas maneras”, como en Chile, es porque han estado atados a políticas de mercado, en excelente relación con los grandes capitales.

Es cierto que hay políticos corruptos, y que hay políticas que –a veces– no quieren cambiar nada. Por algo se llegó al 2001 en Argentina: la población se hartó de corrupción e ineficacia, desde Menem a De la Rúa. Pero cuando se quiere cambiar algo desde la política, aparece el conflicto con los otros poderes establecidos, que quieren que todo siga como está, y tienen fuertes resortes para presionar a los gobiernos.

“Son poderes no asumidos por vía democrática, que no provienen de elecciones ciudadanas; poderes que no están a la vista de la población y –por ello– pocos critican. Y poderes que no se van cada cuatro o seis años: están siempre. Por ejemplo, monopolios empresariales a nivel regional o nacional, que operan hace décadas y a menudo promueven “golpes de mercado”, como aquel que volteó a Raúl Alfonsín. O los grandes propietarios rurales de la Argentina, que en su momento (1973, ley de renta potencial de la tierra) hicieron retroceder al mismo Perón en la cúspide de su gobierno.

Y está el peso de los grandes medios, en especial la TV, que sataniza o bendice según su decisión, con la ventaja de hacer creer que lo suyo es siempre verdadero (“usted lo está viendo”). Está el poder de la Iglesia, en los casos en que interviene sobre temas que son del campo de decisión civil y político (lo cual debe diferenciarse de la legitimidad de las creencias religiosas de cada ciudadano). Está el poder militar, afortunadamente subordinado al civil en los últimos tiempos. Está el poder geopolítico de las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, que interviene desde sus embajadas, sus planes de supuesta asistencia y sus monopolios económicos. Está el poder de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial), esos que rigieron las políticas argentinas por largos períodos, particularmente antes de la crisis de 2001.

Todos esos espacios operan poder propio. Cuando los gobiernos sirven a sus intereses, reina la armonía con ellos. Entonces, según la versión de “los de arriba”, hay paz y consenso. En cambio, cuando algún gobierno toca esos intereses privilegiados para imponer políticas solidarias, ellos atacan e instalan una condición política de inestabilidad y zozobra. Y lo hacen desde su lugar de pretendida neutralidad y no-política.

Ojalá superemos entonces esas ingenuidades que hacen creer que los únicos que tienen intereses en la sociedad son los políticos. Los mejores políticos son los que se enfrentan a esos poderes cerrados, permanentes y ocultos; por supuesto que terminan siendo los políticos más atacados desde esos poderes y –por ello– los que son vistos como supuestamente “conflictivos”.

No todos los políticos pueden ser reivindicados, pero reivindiquemos la política como el espacio de agregación de la voluntad colectiva para domesticar a los poderes fácticos, esos que nadie elige y que nos arman la vida. Es desde la política que podemos encarnar proyectos sociales que no estén al servicio de los poderes establecidos. Si, en cambio, tiramos la política por la ventana, seremos gobernados silenciosamente por el espacio de la economía, la televisión y la geoestrategia imperial. Es decir, nos gobernarán unos pocos, y al servicio de unos pocos.

Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.


http://www.pagina12.