jueves, 28 de febrero de 2013

Murió Stéphane Hessel, autor de Indígnese!, la Biblia del 15-M



El hombre que supo indignarse


Las consignas de Hessel calaron hondo en millones de ciudadanos europeos, especialmente en los movimientos de protesta en España y Grecia. “La dictadura internacional de los mercados financieros amenaza la paz y la democracia”, dijo y convenció.

Por Silvina Friera
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En 1939, Hessel fue apresado por los nazis, pero lograría escapar para reunirse con Charles de Gaulle en Londres.

El optimista irredento –recitador insigne de poemas de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Goethe– tuvo una vida de novela. La muerte intentó hincarle el diente tres veces, pero salió indemne. La buena estrella estaba de su lado. Lo que podría tildarse de milagro, para él tenía otra traducción: se definía como un hombre “sumamente afortunado”. Hace muchas vidas, cuando era un niño alemán que aún no sabía que le gustaría repetir que había nacido el año de la revolución soviética y que en un futuro cercano adoptaría la nacionalidad francesa, cada vez que miraba el cielo no atisbaba en el horizonte que sería testigo del horror en tres campos de exterminio. Si Stéphane Hessel pudo escribir ¡Indígnese!, un librito de escasas 32 páginas que se convirtió en la Biblia de los indignados españoles y encendió la mecha de un movimiento mundial de contestación democrática y ciudadana, fue porque en el guión de esta historia escrita bajo el vértigo de la lucha contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial asumió el papel de un muerto, el de Michel Boitel, un francés que estaba enfermo de tifus en Bunchenwald. Hessel engrosaba la lista de presos a ejecutar por trabajar para la Resistencia. “Mis sentimientos son los de un hombre salvado en el último instante. ¡Qué alivio!”, se lee en sus memorias. Como Michel Boitel, fue trasladado a Rottleberode. Logró fugarse por unas horas. Lo atraparon otra vez y fue a parar a Dora-Mittelbau, donde desnudó cadáveres a cambio de dos rodajas de salchichón. Saltó del tren en marcha hacia Berger-Belsen y se sumó a las tropas estadounidenses con las que llegó a París, en mayo del ’45. Vivió para contar, escribir y activar conciencias anestesiadas hasta el martes por la noche, cuando murió en París, a los 95 años.
“No me quitarán de la cabeza la idea de que la humanidad, al menos en su parte occidental, está en vísperas de un nuevo salto cualitativo, a la vez científico y moral. Y que la crisis moral y política que estamos atravesando no es ajena a ello. Sólo el miedo a lo desconocido, el temor al cambio, las reticencias a abrazar ‘lo que está al llegar’, por hablar como Heidegger, nos mantienen todavía en una negación conservadora y pusilánime”, afirmó Hessel en Mi baile con el siglo, sus memorias publicadas en Francia antes del fenómeno que desató con ¡Indígnese!, un panfleto que continúa animando las revueltas y que lleva vendidos más de cuatro millones de ejemplares, en más de cien países, desde su lanzamiento en octubre de 2010. El libro apareció en el momento justo, captó una atmósfera de hartazgo, un clima de época. Las lenguas que le rinden pleitesía al sistema liberal pronto lanzaron sus dardos descalificadores contra “el abuelito Hessel”, el “Papá Noel de las buenas conciencias”. Dijeron, además, que esa obrita era un catálogo de banalidades y la impugnaron por su aparente simplismo y chatura filosófica. “¡Indígnese usted! Se supone que el primer mundo disfruta de una sociedad del bienestar basada en los valores democráticos y en la riqueza que generan algunas de las más productivas economías del planeta. Y, sin embargo, algo va mal. En Francia, país tradicionalmente modélico en cuestión de libertades, cooperación internacional y logros sociales, se desprecia al débil y se exalta el culto al dinero”, denunciaba en las páginas iniciales de lo que rápidamente se transformaría en una suerte de guía acelerada para la indignación mundial.
Las consignas de Hessel calaron hondo en millones de ciudadanos europeos, especialmente en España y en Grecia. “La dictadura internacional de los mercados financieros amenaza la paz y la democracia”, advertía el agitador y posteriormente invocaba a “una insurrección pacífica contra el consumo masivo, el desprecio por los débiles y la competencia de todos contra todos”. A veces basta un puñado de palabras sencillas y elocuentes, sin demasiados afeites teóricos, para que hombres y mujeres se manifiesten en las calles contra los recortes sociales y la tiranía especulativa de los mercados. “El poder del dinero, que tanto combatimos, nunca fue más insolente y egoísta. Hago un llamamiento a los ciudadanos a asumir la responsabilidad por las cosas que no funcionan en nuestra sociedad. Deseo que cada uno de ustedes encuentre un motivo por el que indignarse con el sistema”, señaló en otro fragmento de su proclama, publicada por una pequeña editorial de Montpellier, en el sur de Francia, sin apenas promoción mediática. “Hessel ha conquistado al lector occidental gracias a su innegable carisma personal y a su historia de héroe de guerra. Además, su mensaje resulta claro y conciso para un pueblo harto de las promesas de los políticos y cada vez más desengañado del liberalismo capitalista”, explicaba el diario Libération.
El material biográfico de Hessel es, literalmente, de película. Nació en Berlín en 1917, en el seno de una familia judía que se convirtió al luteranismo y que luego decidió instalarse en París, en 1925. Su padre, Franz Hessel, y su madre, Helen Grund –una mujer de vanguardia capaz “de escribir un ensayo, domar un caballo o conducir un automóvil”–, experimentaron un trío amoroso con el también escritor Henri-Pierre Roché, quien narró los vericuetos de esta trama por entonces insólita en una novela que muchos años después adaptaría el cineasta François Truffaut, Jules et Jim (1962), uno de los films más célebres del cine francés. La historia real no terminó en suicidio-homicidio, como en la película, sino en una simple separación. Hessel solía recordar que su padre se “apartó voluntariamente” ante la pasión vivida por los dos seres que más amaba en el mundo. En los años de entreguerras, Hessel aprendió a jugar al ajedrez con Duchamp, habitué de la casa familiar junto a Man Ray, Le Corbusier, Breton o Picasso. Nacionalizado francés en 1937, devino activista precoz siguiendo los cursos de Maurice Merleau-Ponty y leyendo a Jean-Paul Sartre. En 1939 fue apresado por los nazis, pero lograría escapar para reunirse con Charles de Gaulle en Londres. Al final de la guerra ingresó a la carrera diplomática, lo nombraron embajador en China y después secretario de la comisión que redactaría en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Jacques Chirac le entregó la Legión de Honor en 2006. El autor de ¡Indígnese! fue seguidor del socialista Pierre Mendès-France, apoyó a Michel Rocard en 1985, se presentó como independiente en las listas de Europa Ecología en 2010 y sostuvo a François Hollande en la campaña electoral de 2012.
El nonagenario que pulseó contra la apatía social entregó un último libro, No os rindáis, según informó Ramón Perelló, editor de Destino y responsable de la publicación de los libros de Hessel en España, que se publicará el próximo mes. Más allá de lo que será su testamento, hace tres años que flamean sus banderas-frases en el horizonte político: “No podemos aceptar este FMI incapaz de resolver el problema de la deuda”. “Cuando la legalidad democrática choca contra la legitimidad democrática es válido recurrir a la desobediencia civil.” “La excesiva presión de los mercados y el poder financiero han hecho que los gobiernos actúen de espaldas a su pueblo.” Se irritaba si le mencionaban a Fukuyama y “su torpe fantasma hegeliano de un final de la historia por la gracia de fórmulas mágicas bautizadas con el dulce nombre de ‘democracia liberal’”. Hessel, al contrario, postulaba que “ha llegado el momento de concebir la historia menos como un hilo tendido de un cabo al otro del tiempo, entre un origen incierto y un final escatológico, y más como una cinta serpenteante, enrollada en una espiral que recuerda la doble hélice de la vida”.

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lunes, 25 de febrero de 2013

PAPA, IGLESIA



Reflexiones sobre el poder a partir de algunos temas eclesiásticos

Por Eduardo de la Serna *
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La renuncia del Papa “movió el avispero”. Para bien y para mal. Cientos de notas y artículos, en la mayor parte innecesarios, inservibles o insufribles; muchos que parecen más “lobby” que información, muchos que venden “pescado podrido”, muchos que revelan más la ignorancia del autor, o una mirada que de tan parcial es superflua. Otros son mera información sin análisis (a veces es preferible eso); otros, información buena, con análisis pobres; otros parecen sensatos y serios, pero no tenemos forma de estar seguros. La gran capacidad que tenemos los seres humanos de creer en conspiraciones invita a aceptar (o querer hacerlo) mucha nota que “se non è vero è ben trovato”.
Salen a la luz supuestas mafias, estafas económicas, juegos (sucios) de poder, chantajes homosexuales y decenas de cosas por el estilo. Y que mucho –o todo– de esto habría sido desencadenante en la renuncia del Papa. Lamentablemente a muchos no nos extraña en lo más mínimo que estas cosas existan en la última monarquía absoluta que queda en el mundo. En lo personal, me resulta más increíble que el Papa haya renunciado porque se siente sin fuerzas para conducir la nave de Pedro que navega tranquila en un mar tempestuoso, y que en la Iglesia, “casa de todos” con alegría y paz, el Papa haya querido dejar lugar a otros para seguir armónicamente –ahora desde una clausura– la vida mansa vida eclesial. Ese cuento de hadas me resulta más increíble que el policial anterior.
Sin dudas que la democracia no es la panacea, y ya vivimos el fracaso de aquel que dijo que “con la democracia se come, se educa y se trabaja”. En lo personal, creo que la democracia es mala, pero es por lejos, ¡por muy lejos!, el menos malo de todos los sistemas conocidos. Sí creo que hay diferentes modos de ejercer la democracia, y hay democracias participativas, populares, liberales, etc... Pero aun la peor de ellas es mejor que la mejor de las otras.
Por eso no creo que la democracia sane todas las heridas en el cuerpo eclesial, pero sin duda ayudaría mucho. La transparencia suele ser un gran enemigo de los que eligen las sombras para manejarse en algunos (o todos) los manejos turbios que se han señalado. Si la elección de los obispos quedara en manos de las conferencias episcopales y no de los nuncios y luego de secretas oficinas vaticanas, y a cambio de favores de algún tipo, económico, sexual o político, los nombramientos serían bien distintos. Es cierto que con conferencias como las de Argentina, Colombia y México no habrá demasiadas esperanzas, pero no es menos cierto que más de un arzobispo u obispo argentino hoy no estaría si la transparencia fuera el criterio de base.
La monarquía absolutista no sólo permite nombramientos turbios (que además terminan atribuyéndose al Espíritu Santo, lo que, además de ser inconstatable, es una buena fuente de impunidad y arbitrariedad), permite también autoritarismos que no pueden defenderse. Si alguien tiene la suma del poder público, ¿cómo podríamos defendernos de sus excesos, por ejemplo? Los casos de los cientos de teólogos censurados por la moderna inquisición son un buen ejemplo de esto. Si es el Papa (o sus “ministros”) quien censura a alguien, y es sólo ante el Papa (o sus ministros) que se puede apelar, ¿qué futuro tiene tal recurso? Por no hablar de la pederastia, escándalo que clama al cielo (ver http:// internacional.elpais.com/internacional /2013/02/21/actualidad/ 136147 5495_345880.html). ¿Hay libertad de prensa en L’Osservatore Romano? ¿Hay pluralidad de voces? ¡Ley de Medios en el Estado Vaticano, ya!
Para peor, en el seno de la Iglesia se la ha rodeado de argumentos supuestamente teológicos que ayudan a blindar más el sistema que la sostiene: “el que obedece no se equivoca”; “prefiero equivocarme con mis superiores que acertar sin ellos”, “fuera de la Iglesia no hay salvación”, “infalibilidad...”. Así, cualquier atisbo de rebeldía queda apagado, o –por lo menos– no es acompañado por otros más temerosos que “temen ser infieles a Dios”. Podríamos señalar que la infalibilidad de la Iglesia no se refiere a negocios turbios ni a nombramientos episcopales (o del entorno papal), o que decir “Iglesia” es otra cosa muy diferente, pero no es éste el espacio para hacerlo. Lo cierto es que dichos como ésos (que hemos escuchado) se parecen más a “cuidar la retaguardia” que a un sano y fraterno pueblo de Dios que camina conducido por el Espíritu Santo. La realidad se ocupa de desmentirlo a cada momento.
¿Qué pasará con el futuro papa? Pues, ¡ni idea! Podría decir qué sueño que pase, pero no es importante. Y –de todos modos– creo que mucho más urgente es pensar qué pasará con el papado, que es otra cosa. Que en la Iglesia Católica romana haya “Pedro” es razonable, lo que no parece sensato es que Pedro se parezca más a Constantino que al pescador de Galilea, temeroso, impulsivo, entregado, simple, capaz de retractarse después de sus múltiples “metidas de pata”...
Pero esto que es la Iglesia universal se replica también en las iglesias locales. Nuevamente el poder absoluto y la falta de transparencia hacen que la Iglesia se parezca más a un feudo, a un castillo blindado, que a una comunidad fraterna y sororal. También aquí hay mucha información periodística que “vende fruta”, pero hay cientos de casos de ayer y de hoy que son graves, y escandalizadores, pero “la suma del poder público” los consagra en impunidad. Para no hablar de escándalos ya viejos, se podría hablar del escándalo que significa que el obispo de Chiapas (México) no pueda ordenar diáconos indígenas (la “mamá” Roma no lo autoriza), que el obispo de Lima (Perú) –del Opus Dei– quiera apoderarse de la Universidad Católica (con el apoyo de la curia romana, claro), que el pederasta Karadima (Santiago, Chile) consiga nombramientos episcopales de miembros de su séquito, que un obispo colombiano manifieste públicamente su cercanía (y apoyo económico, claro) de los paramilitares, pero me detendré en un caso puntual: a diferencia de ciertas diócesis –como La Plata, por ejemplo–, que parecen eternamente castigadas y condenadas por Roma en sus nombramientos, Santiago del Estero era privilegiada: Girao, Sueldo, Maccarone. Eso era intolerable para la involución eclesial empezada por Juan Pablo II, y entonces, ante la digna renuncia de Maccarone, se eligió como sucesor a Francisco Polti (Opus Dei). Como es coherente con el grupo al que pertenece, Polti (Opus Dei) se relacionó con la gente del poder, lo cual, obviamente, supone un abandono de los débiles, los pobres, los campesinos... Pero enfrentarse con los poderosos es peligroso (que lo digan Maccarone, Piña o Bargalló, si no). Y ser amigo de ellos es beneficioso, sin dudas. Lo cierto es que Polti (Opus Dei) –y luego su auxiliar, Torrado– abandonaron a su suerte a las comunidades campesinas, indígenas, los pobres de Santiago del Estero. Y –claro– hacer una “opción preferencial por los ricos” supone ser su voz. No por quedar bien, por cierto, sino por estar en comunión y de acuerdo con ellos. Al fin y al cabo, para eso lo nombraron (¿o no pasó eso también en Iguazú?). Es la cosa más lógica dentro de esta perversión, entonces, que Polti (Opus Dei) salga a defender a la dictadura militar (¿no es lo mismo lo que pasó con Delgado, también del Opus Dei, y su hermano y cuñada desaparecidos, y la posibilidad de tener un sobrino apropiado?). Pero claro, si algún cura de la diócesis cuestiona la dictadura, uno se lo saca de encima y listo. ¿Para qué sirve tener el poder absoluto sino para ejercerlo? Y si es un cura a préstamo, tanto mejor, porque el Código de Derecho Canónico me autoriza a echarlo sin problemas... Al fin y al cabo, ¿quién hizo el Código sino el mismo poder? (además de la gran cantidad de gente del Opus Dei que allí anduvo, claro).
Uno puede decir que el Evangelio dice otra cosa, que Jesús obraba de otra manera, que el anuncio de Jesús de “otro mundo posible” invita a que “entre ustedes no sea así”, pero al fin y al cabo a uno lo van a juzgar y hasta a condenar por no obrar conforme al derecho canónico, nunca por obrar de modo contrario al Evangelio, ¿no? De nuevo “la suma del poder público” al servicio del poder.
Uno puede hablar de cobardía (¡y mucha en este caso!), de actitudes contrarias a todo lo que cree, se pueden mandar mil cartas, pueden pedir reuniones los curas de la diócesis, las monjas de la diócesis, los campesinos de la diócesis, pero a un timorato que tiene poder nada de eso le importa. “¡Se hace lo que digo yo!” Un miedoso con poder es peligrosísimo (y peor todavía si además es tonto). Y mucho peor aún, si no existe ninguna instancia de revisión de esas decisiones. Y lo peor en grado supino es cuando se afirma que esas decisiones se originan en Dios mismo. Ahí, el callejón parece sin salida.
¿Será que llegó la hora de repensar todo el manejo de poder en el seno de la Iglesia? Sin duda que sí. Sin duda que no se hará. Aunque, también, sin duda que los Polti, Torrado y tantos de Roma quedarán condenados a la insignificancia histórica. O –cuando mucho– pasarán a los libros como aquellos que supieron renunciar por no saber, no poder o no querer enfrentar lo que ellos mismos y sus “amados predecesores” engendraron.
* Coordinador del Movimiento de Sacerdotes en Opciones por los Pobres.

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domingo, 17 de febrero de 2013

ELVIS ESTÁ VIVO



Hallazgos > El documental nominado al Oscar sobre la extraordinaria figura, historia, música y mito de Sixto Rodriguez


Nacido en Detroit e hijo de una familia de inmigrantes mexicanos, grabó dos discos a comienzos de los ’70 y fue comparado con Dylan, pero sus ventas fueron desastrosas y cayó en el olvido. Sin embargo, de manera inesperada sus canciones llegaron a Sudáfrica, donde se convirtió durante décadas en un icono de la resistencia en los tiempos del apartheid. El nunca se enteró, hasta que 25 años más tarde un fan logró detectarlo en Detroit: trabajaba como obrero y no había vuelto a componer. Lo invitaron a Ciudad del Cabo, donde fue recibido como un Mesías: su fama era la de Elvis, su poder el de Bob Marley y su magnitud la de Lennon. Ahora, mientras tiene fechas tomadas para volver a tocar hasta mitad de año en medio mundo, el documental candidato al Oscar Searching for Sugar Man repasa su increíble vida. Este es Sixto Rodriguez.

Por Pablo Perantuono
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Muchos años después de pisar un escenario por última vez, de ser un asalariado de la industria de la construcción, de licenciarse en filosofía, de aspirar a varios cargos representativos en su ciudad, Detroit, y jamás ser elegido para alguno; treinta años después de tocar en la calle, de ser comparado con Bob Dylan, de grabar dos discos que, creía, a nadie le importaron, de casarse, tener hijas, después separarse y vivir en la misma casa que compró por 50 dólares a mediados de los ’70, Sixto Díaz Rodriguez (70), sexto hijo de una familia de origen mexicano, se convirtió en una estrella planetaria. Su vida, su aventura, tiene los colores de las mejores fábulas.
Eso es lo que cuenta el notable documental Searching for Sugar Man, primer trabajo del director sueco Malik Bendjelloul, candidato al Oscar 2013 y ganador de premios en cuanto festival se presenta. Bendjelloul conoció la historia de Rodriguez en 2006 durante un viaje por Africa –ya había pasado por Sudamérica–, adonde llegó tras ser despedido de su trabajo y lanzarse al tercer mundo en busca de inspiración. “Cuando me contaron su historia –relata Bendjelloul, que se quedó sin fondos haciendo el documental y llegó a filmar con su iPhone–, sentí la necesidad de hacer algo con ella. Era la mejor que había oído en mi vida. Como Cenicienta.”
Al igual que ocurre en obras maestras como Los detectives salvajes (Roberto Bolaño) o Soldados de Salamina (Javier Cercas), Searching for Sugar Man es a la vez que la reconstrucción de un mito también su disección, su persecución y su captura. Sobrio, sutil, con la cadencia de un buen blues, el documental va hilvanando un relato coral que busca –y logra– restañar las piezas perdidas de un misterio. El misterio es Rodriguez. El misterio es su vida, quizá su muerte, su genio y su inesperada condición de héroe de la música popular en... Sudáfrica. Porque mientras los discos de Rodriguez se perdían en la noche de los tiempos y él soltaba la guitarra y empuñaba una maza para demoler edificios en Detroit, mientras adquiría su casa gracias a un plan municipal de viviendas y trabajaba como un buey entre 12 y 14 horas por día para mantener a sus tres hijas, sus canciones, mágicamente, desembarcaban en Ciudad del Cabo y eran adoptadas por al menos dos generaciones de sudafricanos que encontraban en sus letras un grito de liberación, un poco de aire para mitigar la asfixia del apartheid. Sin saberlo, se transformaba en el Bob Marley de esa tierra.
Rodriguez vivió casi 30 años sin enterarse de eso. Hasta que en 1997, cansado de no tener información precisa sobre el mayor icono musical de su país, Stephen Segerman, un admirador sudafricano, se lanzó a su búsqueda. Cuando dio con él, le reveló su condición de profeta.
Sin estar así explicitado, Searching for Sugar Man consta de tres partes. En la primera se presenta la leyenda: hasta aquí sabemos que Rodriguez fue descubierto tocando en un lúgubre bar de su ciudad por Mike Theodore y Dennis Coffey, dos músicos y productores que trabajaban para el sello Sussex. “Estaba parado cantando en una esquina de un pub mugriento, tocaba de espaldas, había humo alrededor... era una imagen casi etérea”, recuerda Theodore. Había algo especial en Rodriguez, no ya su aspecto de trovador misterioso sino su aire melancólico y sus letras impregnadas de realismo sucio. “Detroit era una ciudad hostil, con mucha pobreza. Y él cantaba sobre eso”, señala Theodore.
Al escucharlo, Clarence Avant, propietario de Sussex, quedó impactado con su poesía. Avant, que luego sería un alto ejecutivo de la Motown y trabajaría con artistas de la talla de Miles Davis, Michael Jackson, Quincy Jones o Stevie Wonder, tiene un recuerdo imborrable: “Si tuviera que hacer un top 10 de los artistas con los que trabajé, Rodriguez estaría entre los mejores 5. Sin duda”. Cautivado por su estilo –un inconfundible y nasal aire dylanesco–, Avant contrata a Rodriguez para grabar dos discos. Se editan en 1970 y 1971, y son un fracaso inapelable. Rodriguez, hoy, todavía se pregunta las razones. “Puse lo mejor de mí en esos discos. Y no tengo una explicación de por qué no funcionaron –dice el cantante–; simplemente creo que la industria de la música es un negocio muy difícil...”
“Fue el artista más impresionante con el que trabajé –dice Steve Rowland, el productor de su segundo disco, Coming from Reality–. Produje a gente como Jerry Lee Lewis, The Cure, Peter Frampton y Gloria Gaynor, pero él era el mejor. No sólo por su talento: era un hombre único, una especie de sabio.” Sin éxito y sin fechas para tocar, Rodriguez vuelve a las sombras. Una de sus canciones resultó premonitoria: en “I Wonder” canta “perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad”. A mediados de diciembre de 1971 era despedido de Sussex y retomaba su trabajo de obrero. “No es tan malo –diría–, te mantiene la sangre circulando.”
Meses más tarde, alguien –no está claro quién, ni de qué forma– llega a Sudáfrica con Cold Fact, el primer LP. De forma inesperada, sus temas se convierten en himnos de la resistencia a la opresión y la censura. Ambos discos son editados por un sello local y canciones como “Establishment Blues” –Garbage ain’t collected, women ain’t protected, politicians using people, they’ve been abusing, the mafia’s getting bigger, like pollution in the river “(La basura no es recogida, las mujeres no son protegidas, los políticos, usando a la gente, han estado abusando, la mafia sólo crece como la polución en el río”)–, “Sugar Man”, “I Wonder” o “Crucify your Mind” se adhieren como una membrana al corazón de aquella sociedad balbuceante, aislada del mundo. El régimen, como era de esperar, censuró y prohibió su obra. Rodriguez nunca se enteró, pero eso agigantó su leyenda.
Pasaron los años, Mandela llegó al poder, el apartheid se convirtió en pasado, pero Rodriguez siguió siendo un enigma, apenas una foto en la tapa de Cold Fact –su disco–, que tampoco decía mucho: sentado en el piso, unas gafas y un sombrero decoran su rostro aindiado. En Sudáfrica, además, creían que se había suicidado en público, aplastado por el fracaso, lo cual no hacía más que potenciar su figura de ángel negro y maldito. Ya “muerto”, Rodriguez vende discos a ritmo beatle. Es un long-seller. Nadie conoce a sus familiares, si es que existen; nadie les da un solo dólar de todos los que generó en la tierra de Mandela.
Hasta que la historia –segunda parte– da un vuelco inesperado, porque Rodriguez no está muerto, ni siquiera enfermo, sino que vive en Detroit y es un héroe de la clase trabajadora que, en todo ese tiempo, luchó por los derechos de las minorías, educó a sus hijas en la austeridad y les inculcó su gusto por el arte. Una de ellas es quien descubre, en la web, que un fan del otro lado del Atlántico busca información sobre su padre. Se contacta con él. Le pasa el teléfono, lo llama. “¿Tiene idea de que usted en Sudáfrica es tan grande como Elvis?”
Lo que en un comienzo parece un simple contacto –un fan que logra ubicar a su ídolo–, se convierte en una imprevista sobrevida. “¿Tiene idea de que creíamos que estaba muerto, que se había suicidado en un escenario?” Tampoco lo sabía. Lo invitan a tocar. En la empresa de demolición en la que trabaja, Rodriguez comenta que en Sudáfrica quieren que actúe. “¿Actuar?” Se ríen de él. No le creen. Hace la valija.
El 2 de marzo de 1998, Ciudad del Cabo recibe a Rodriguez como a un Mesías. Tres limusinas van a buscarlo al aeropuerto. “Nosotros pensábamos que era un error, o que había alguien más importante que mi padre que había llegado al mismo tiempo en otro avión. Y no, todo eso era para nosotros”, recuerda Regan, su hija menor. Rodriguez no se acostumbra a la opulencia: le ofrecen la suite presidencial de un hotel 5 estrellas, pero prefiere dormir en un sofá. Llega el día de su debut y el estadio –un polideportivo para 5 mil personas– se prende fuego: hace 25 años que escuchan las canciones de ese hombre taciturno y sencillo, a quien creían muerto y que ahora está parado frente a la audiencia sin poder creer lo que ve. El público delira. El mito está vivo. Algunos creen que es mentira, que ese tipo es un impostor. Es como si John Lennon viviera y diera un concierto. Rodriguez llena seis estadios. Cientos de jóvenes lo idolatran: interpreta todas esas bellas melodías que fueron transmitidas de generación en generación, de padres a hijos. Se filma un especial para la TV con sus recitales.
Pero el cuento es corto, el cuento se termina. Rodriguez debe volver a su vida proletaria en Detroit, ciudad que ama y detesta con igual pasión. “¿Hay alguien de Detroit en la audiencia? –preguntará años más tarde, en un show–. Mis condolencias...”
“Sí, de ser tratado como una estrella de rock pasó otra vez a su vida de obrero, a volver a su casa sucio, lleno de polvo, con sus pantalones manchados”, cuenta Eva, otra de sus hijas. La última parte del documental revela que Rodriguez no cobró ni un solo dólar del dinero que se recaudó por las más de 500 mil copias vendidas de sus discos en Sudáfrica. Tampoco cobró su sello discográfico de Detroit, ya quebrado. Alguien en el país de Mandela se hizo rico gracias a él. Septuagenario (“No soy viejo, soy anciano”), en el final de Searching for Sugar Man, Rodriguez ya es un artista crepuscular que vive sin remordimientos en su casa de toda la vida, que acepta su nueva realidad con parsimonia, como si su gloria personal consistiera en ser y estar, como si la diferencia entre ser un artista reconocido o un trabajador fuera algo intrascendente, parte de un plan fileteado en algún escritorio sin tiempo.
Hoy, convertido en una celebridad y a horas de la ceremonia de entrega de los Oscar, Rodriguez tiene agendados shows hasta mitad de año en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Francia y hasta en los festivales más tradicionales de Europa, como el Sónar de Barcelona y el legendario Glastonbury inglés. Es el sabor del mes. Es su hora.
“Aun trabajando en la construcción –concluye Rick Emerson, compañero de Rodriguez en decenas de tardes de pico, polvo y pala–, él siempre tuvo una capacidad para elevar las cosas, para estar por encima de lo mundano, lo prosaico. Aun cuando hubieran mermado sus aspiraciones musicales, ese espíritu permanecía. El estaba siempre en una búsqueda, cuidando el proceso. En el fondo sabía que había algo más reservado para él.”
El 2 de marzo de 1998, Ciudad del Cabo recibe a Rodriguez como a un Mesías. El estadio se prende fuego: hace 25 años que escuchan las canciones de ese hombre taciturno y sencillo, a quien creían muerto y que ahora está parado frente a la audiencia sin poder creer lo que ve. El público delira. El mito está vivo. Algunos creen que es mentira, que ese tipo es un impostor. Es como si John Lennon viviera y diera un concierto. Rodriguez llena seis estadios. Después vuelve a su vida en Detroit.

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sábado, 16 de febrero de 2013



Volver a las raíces

Por Osvaldo Bayer
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Desde Bonn, Alemania
El Papa. El gran tema de los últimos días. Se siguen discutiendo las causas de su renuncia. La única explicación es: no tenía otra salida. Los problemas de la Iglesia Católica son innumerables. Y para sanear toda esa antigua estructura de siglos, la única forma de seguir adelante era una sola: cambiar todo. Y para el papa Ratzinger, eso era imposible. El es un ultraconservador nato. La crisis del catolicismo en su propio país, Alemania, es tan grande en la actualidad que para buscar una solución debían aplicarse medidas que iban contra su pensamiento y filosofía de siempre. Repetimos, Ratzinger es un ultraconservador y no podía ahora ir contra esos principios de toda la vida. Y, justamente, los cardenales italianos conservadores lo eligieron Papa a él porque creían que, con sus pensamientos teóricos, el alemán iba a vencer todas las ofensivas de la izquierda católica. Más, con la crisis que está viviendo el catolicismo alemán en estos momentos se hacen necesarias ya mismo medidas de cambio fundamentales. Pero no, el camino de Ratzinger era: ante los problemas, rezar, pedir al Señor su benevolencia, pero seguir el mismo camino. Aunque finalmente, no vio salidas. Tenía que jugarse. Tenía que tomar verdaderamente el poder y modernizar la Iglesia desde sus bases. Más, a su edad y con el cardenalato conservador que lo rodeaba, era imposible. E hizo lo impensado para un Papa; renunció. Y aquí no se equivocó. Deja el caos que no pudo ni quiso sanear desde la base. Y les deja el cadáver a los que vienen. La realidad lo dice: no hay otro camino para la Iglesia Católica actual que modernizarse. Avanzar, acompañar a los que luchan por un mundo sin violencias, injusticias ni guerras. Empezar, para ello, con su organización interna.
Terminar, por ejemplo, con la irracionalidad de la exigencia de la castidad para sus sacerdotes. El amor debe ser el sentimiento fundamental de la vida del ser humano. Acabar con el mito de que sólo los hombres pueden ser los representantes de Dios en la Tierra. Por ejemplo, antes, a las mujeres no se les permitía participar en la vida política. Ahora, sí. Y han demostrado que hasta pueden ser mejores que los hombres. Aquí, en Alemania, ha quedado demostrado que la actual primera ministra, Angela Merkel, es la mejor gobernante que ha tenido Alemania en ese cargo, desde los tiempos de Adenauer. Lástima que sea conservadora, opinan muchos. Y el tercer cambio –entre otros muchos– sería acabar con esas representaciones un tanto fuera de época, con esos disfraces y bonetes cada vez más grandes y esas sotanas que les cubren el cuerpo. Y que sigan el ejemplo de esos curas obreros que vestían como trabajadores comunes, con total sencillez y ninguna pompa. Además, acabar con esos rezos y exclamaciones tan teatrales e irracionales como aquella de “Dios, ten piedad de no-
sotros” o “Dios, en su infinita bondad”. Porque entonces habría que preguntarse: ¿por qué Dios, en su infinita bondad, permite las guerras y la muerte por hambre de miles de niños en el mundo? No, la Iglesia Católica debe alejarse definitivamente del camino actual. El único futuro de progreso y triunfo sería que tome el camino de aquellos obispos como Angelelli y De Nevares (a quienes conocí mucho y conversé largo con ellos) que dedicaron sus vidas a un verdadero apostolado: luchar desde las bases contra las injusticias sociales. Para que todos tengan trabajo y techo dignos y se acaben las injustas diferencias sociales, los conflictos, las guerras. Es decir, las verdaderas diferencias de total injusticia e irracionalismo que vive actualmente y ha vivido siempre el ser humano. Disminuir lo injusto de todos los días. Ir a las verdaderas enseñanzas de Cristo Jesús, que era un hombre cualquiera pero con los ideales justos y no el hijo de algún Dios y menos de una virgen. (Esto, lo de la virginidad de María, es un insulto al acto de procreación, una de las cosas más hermosas y apreciadas de la vida, siempre que se haga por amor y no por violencia.)
Basta a eso de arrodillarse y rezar, no. Hablar en voz alta y denunciar las injusticia de la sociedad. Todo queda demostrado con este hecho cierto e indiscutible: mientras un alemán fue Papa, dejaron de pertenecer a la religión católica miles de alemanes. Y esto se debe precisamente al haberse comprobado los miles de casos de abuso sexual de niños en las escuelas católicas por parte de sacerdotes y “hermanos”. No sólo aquí, sino también en Estados Unidos, Canadá y otros países con esa religión. Hechos que fueron reconocidos por las propias iglesias locales. Además, se sumó, en este país, la negativa de dos hospitales católicos de atender a una mujer violada que había solicitado “la píldora del día después” para impedir un posible embarazo. El motivo de la negativa fue “que un hospital católico se niega a apoyar toda clase de abortos”. El escándalo fue tan grande que tuvo que salir al paso el cardenal de Colonia, Meissner, a declarar que “la negativa había sido un error” y que a partir de ahora se iba a atender a toda mujer violada y, en el caso de comprobarse la violación, se le suministraría la citada píldora. Pero igual, este paso atrás no alivió en nada la indignación de todos los sectores de la sociedad alemana. El cardenal Meissner y otros obispos alemanes salieron entonces a declarar que en Alemania se había preparado una campaña anticatólica que se igualaba al pogrom de la Alemania nazi contra los judíos. Esto agravó más la situación. La reacción fue peor. No se trata de lo mismo. Se considera un deber para la sociedad terminar con los delitos contra la infancia y dar ayuda a la mujer violada. El mismo papa Ratzinger, durante su mandato, fue observando y censurando esos inexplicables casos de pederastia. Y en algunos de sus últimos sermones, insinuó que era necesario debatir el tema y buscar una solución: asumió que la Iglesia, en su futuro, debía adoptar reformas. Aquí se veía que estaba abandonando su posición ultraconservadora. El, que siendo obispo estuvo contra la Teología de la Liberación. Pero luego, en su pontificado, parece que fue aprendiendo la lección.
La Iglesia Católica necesita una total renovación, así no tiene futuro. Ojalá que el próximo Papa comprenda la nueva época que se abre y haga lo que dejó de hacer o no pudo hacer el papa Benedicto. Pero, claro, siguen estando en el poder inmediato los cardenales ultraconservadores. La masa mundial de católicos que quiera un verdadero cristianismo deberá moverse ya mismo y hacer conocer los cambios necesarios. No dar curso a la elección de un Papa elitista sino a la de uno de los tantos teólogos progresistas que fueron surgiendo en las últimas épocas. Sin ellos, no hay futuro para el catolicismo. Que Ratzinger sea la última experiencia del intento de conservar un sistema que se ha quedado en el tiempo. Acercarse a la Teología de la Liberación significaría un paso adelante, una actitud positiva para esa religión y para el progreso del mundo.
Volver a las raíces. Seguir el ejemplo de tantos mártires que dieron su vida por un sentimiento que proclamaba la solidaridad, la convivencia de los seres humanos y la mano abierta como única fórmula de llevar adelante el pensamiento de Jesús, para un mundo de paz y sin injusticias.

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martes, 12 de febrero de 2013


Dilemas y debates tras una década de cambios


 Por Eduardo Anguita. Predomina una lógica dicotómica atravesada por el respaldo al gobierno o la oposición cerrada  a la presidenta.


La lógica del silencio sobre los temas espinosos de la sociedad es conservadora, es funcional a mantener un statu quo donde los privilegiados no pierdan sus ventajas. No sólo eso: los medios de comunicación en manos de los sectores más ricos de la sociedad actúan de modo pedagógico para que la vida cultural de los sectores desposeídos se distraiga observando y tratando de imitar los hábitos y costumbres de los sectores minoritarios. En esa concepción de la cultura y la comunicación que pretende no cambiar los privilegios, hay un fuerte arraigo en lo más conservador de los sectores desposeídos: la creencia de que el mejor sistema de promoción y movilidad social es el que descansa en el ojo del amo. Es decir, quedar bien y congraciarse con aquellos que poseen los medios de producción y tienen el privilegio de decidir quién está más capacitado para tal o tal puesto de trabajo. En muchas familias humildes y trabajadoras, el efecto imitación crea escalas de valores y de disvalores cuya traza es un complejo cruce entre los valores dominantes y aquellos destinados a la subsistencia. Una subsistencia en dos direcciones: la de reproducir el sistema y la de concretar algunas mejoras individuales. Un ejemplo grafica esta doble vía: el obrero que no quiere conflicto con el patrón con la esperanza de no perder el trabajo y con la esperanza de que aquel le dé trabajo a sus hijos o, al menos, los recomiende para un empleo. Se trata de una lógica potente. Aunque esté atravesada de conductas poco épicas desde el punto de vista de la identidad proletaria, aunque resulten muy poco entusiastas para quienes profesan (profesamos) una confianza ilimitada en la capacidad transformadora de los pueblos, esa forma de razonar a veces es indestructible. En todo caso, para desafiarla e intentar por todos los medios debilitarla y remplazarla por los valores del protagonismo popular, es necesario desmenuzarla con cierto desapasionamiento.
Hace muy pocos días, el ex presidente brasileño Lula dio una cátedra al respecto. Fue en el marco de un encuentro de militantes e intelectuales en La Habana (IIIª Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo) que sesionó bajo la invocación de José Martí, de cuyo nacimiento se cumplieron 160 años. Lula hizo una reseña de sus años de lucha por arribar al gobierno de Brasil y puso énfasis en la cantidad de universidades y casas de estudios terciarios creadas durante sus dos mandatos, sobre todo por estar dirigidas a la educación y capacitación de sectores sociales que no accedían a los más altos niveles de conocimiento académico. Lula, con ironía y sagacidad, aclaraba que se trata de una gran paradoja: un obrero que apenas terminó la primaria fue quien puso al Brasil en el camino de la inclusión, pero de una inclusión que brinda herramientas para la verdadera soberanía popular, la que brinda a los desposeídos el acceso a un aspecto del poder que es fundamental: el poder del conocimiento refrendado por un título académico. A continuación, este obrero metalúrgico, que creció en la fragilidad de la pobreza, agregó con determinación que sólo estaría conforme con estos logros si se llega a la verdadera igualdad de oportunidades, consistente en que la hija del patrón sea compañera de aula del hijo de la empleada doméstica. 
No fue necesario que Lula desplegara la cantidad de intersubjetividades que despierta la sola idea de tener un ámbito de igualdad en un escenario de desigualdades. Quizá esa sea una de las puntas del ovillo para repensar lo que está pasando –o no pasando– en la Argentina que fue hundida por los sectores privilegiados (especialmente los poderosos de las finanzas) en 2001 y que empezó a recorrer un camino de protagonismo popular desde mayo de 2003. Antes de entrarle a la Argentina, un comentario más sobre Lula: ese encuentro en La Habana, fue el escenario en el que Frei Betto recibió el prestigioso premio internacional José Martí de la UNESCO. El propio Lula lo abrazó reiteradamente. Para quienes no estén familiarizados con Frei Betto, se trata de un religioso, fraile dominico y teólogo de la liberación, de 68 años, que transita la militancia popular desde los años '60. Apoyó siempre a Lula en todas las oportunidades (cuatro) en las que se presentó a las elecciones presidenciales. Cuando ganó, en diciembre de 2001, Frei Betto participó por un tiempo en su gobierno. Lo hizo en los programas para sacar del hambre a 45 millones de compatriotas. Al cabo de dos años, renunció, argumentando que el gobierno había cambiado aquellos programas emancipatorios por programas asistencialistas con fines electorales. Frei Betto se volvió a la celda del convento dominico en San Pablo de donde nunca había sacado sus pocas pertenencias materiales. Y no se quedó callado: publicó un libro (La mosca azul) en el que critica con dureza las apetencias y transformaciones de quienes acceden a funciones públicas y al manejo del poder político. Este cronista tuvo oportunidad de dialogar con Frei Betto sobre su libro y sobre las conductas de aquellas personas y colectivos forjados en la resistencia y que, tras ganar elecciones, se encuentran albergados en sistemas de vida diseñados para que la sociedad no cambie. Los dilemas de la vida cotidiana, de los estímulos del poder, de la exacerbación de mezquindades, de todas esas cosas se trata La mosca azul. Era un palo muy fuerte para el propio Lula y para los petistas (militantes del Partido dos Trabalhadores, que fue fundado en San Pablo en pleno Carnaval de 1980) que llegaban al Palacio del Planalto. Lula, a casi diez años de aquel distanciamiento, incluso salpicado por los procesos de corrupción de algunos de sus máximos colaboradores, no tuvo empacho en abrazar y festejar junto a Frei Betto. 
 
LABERINTOS ARGENTINOS. Puede constatarse que, en los últimos años, especialmente desde el conflicto con las patronales agropecuarias de 2008, la circulación de debates que articulen distintos puntos de vista se empobreció. Predomina una lógica dicotómica atravesada por el respaldo al gobierno o la oposición cerrada a la presidenta. Para el kirchnerismo esto se debe fundamentalmente a la manipulación mediática de quienes se resisten a perder privilegios (el Grupo Clarín). Si bien eso es así, cualquiera que pretenda analizar las tensiones de una sociedad deberá preguntarse cuánto puede aguantar la mentira o la tergiversación sin el soporte que brinda ser parte de una clase dominante que cuenta, además del aparato mediático, con la hegemonía en valores (o disvalores) culturales. Es decir, la batalla cultural, a la que tanto refieren comunicadores o dirigentes kirchneristas, aparece como una simplificación entre quienes argumentan verdades y quienes intoxican a la comunidad. Más de una vez, quienes tienen (tenemos) una concepción transformadora de la sociedad enfrentan una serie de interrogantes respecto de quiénes pueden verse beneficiados y quiénes perjudicados por la instalación de debates que van al fondo de un sistema capitalista, dependiente y periférico pero que no tienen masa crítica social, cultural y política. Es decir, más de una vez, caben preguntas como si la Argentina está en condiciones de discutir en serio la renta agropecuaria y el modelo de soja transgénica hecha por Monsanto y exportada por las multinacionales donde el Estado aparece sólo para cobrar las retenciones. Y la pregunta no es cobarde: basta ver cómo Gerónimo Venegas, secretario general de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, le cuenta a La Nación cómo ya no existe la oligarquía, por la sencilla razón de que las herencias se ocuparon de subdividir los campos. Y chau. El gran problema es que Venegas no tiene por ahora siquiera una lista opositora en el sindicato que pueda disputarle no sólo el aparato sino la hegemonía de tantos años de construcción política. Convengamos, en un sector que hace 70 años fue un bastión de Juan Domingo Perón contra la oligarquía. Para muestra basta recordar el Estatuto del Peón Rural. 
Si los debates no circulan con más profundidad por los medios, cabe preguntarse si lo hacen por otros carriles, como por ejemplo, los partidos políticos y las organizaciones sociales. Es probable que sí, que en el seno de las organizaciones libres del pueblo haya mucho más caldo de cultivo que en los medios. Pero tampoco al punto de pensar que el Frente para la Victoria y sus aliados reciban una presión social como para avanzar de modo firme y lineal en establecer un modelo de transformaciones. Más bien, puede constatarse que las iniciativas para recortar privilegios y promover cambios culturales estuvieron fomentadas desde el propio gobierno. Los ejemplos al respecto son arrolladores y los protagonistas por excelencia resultaron Néstor y Cristina Kirchner. Entonces, muchos de quienes militan a favor de profundizar los cambios no son partidarios de abrir debates porque, consideran, eso resta consistencia al bloque popular que apoya a Cristina. Ese razonamiento, fuerte, tiene, sin embargo, al menos tres flancos muy débiles, a juicio de quien escribe estas líneas. El primero es que se asienta en una falacia: creen que de un lado están los buenos y del otro los malos. Pretende que toda la clase media es anti-K. Basta recorrer el voto de estos años para verificar que tanto en áreas rurales como urbanas, hay un voto cambiante especialmente en las capas medias. Pero hay un problema adicional para los que se ven seducidos por ese razonamiento dicotómico: el voto con el estómago o el bolsillo es parte de la política, la gran mayoría de la sociedad, además de votar por sus identidades partidarias, lo hace con el humor que le dejan ver sus ingresos. Y una buena parte de la clase media consumista es anti-K pero también buena parte del pueblo (asalariados, cuentapropistas y sectores medios) afianza su cristinismo más por cuánto gana que por dimensionar los cambios históricos. El segundo tema es que hay mucho para hacer en la perspectiva de la historia, especialmente para entender las tradiciones coloniales de Latinoamérica y la Argentina. Ese aspecto de la batalla cultural no se mide en rating sino en saber introducir cambios reales. Los cambios curriculares en la enseñanza media se van dando, lentamente, pero se dan. La nueva producción historiográfica y de documentales o ciclos televisivos o de radio y medios gráficos va cobrando fuerza. La integración latinoamericana y la solidaridad entre naciones hermanas van cambiando paradigmas de xenofobia. En definitiva, aquellas acciones que no sólo muestran lo malos que son los malos sino la cantidad de veces que los proyectos nacionales y populares no pudieron plasmar su fuerza o que cuando lo hicieron se encontraron con la ferocidad impiadosa de los poderosos. Para que la gente pueda sentirse parte de un proceso transformador es preciso abrir las puertas para que se debatan los temas claves de la economía y la sociedad, desde los recursos mineros y petroleros hasta los impuestos y el pacto federal. La creencia de que no se puede administrar el debate de los temas de fondo sin debilitar un proceso político popular es ciertamente un error profundo. Se puede, con responsabilidad, con mayor acceso a la información, y no sólo la de la gestión pública sino con datos de cuáles son los niveles de rentabilidad de las clases propietarias, para que todos puedan saber quiénes son los que "se la llevan en pala" y para ver dónde están parados esos que conservan privilegios. Y aquí viene el tercer elemento: desde el Estado, desde el gobierno, se pueden hacer cosas maravillosas para que los sectores postergados históricamente estén mejor y sean protagonistas de una nueva Argentina. En buena hora que las derechas acusen a los gobernantes latinoamericanos de populistas. El gran desafío de estos años es si los sectores populares, tras el convite del kirchnerismo, están poniendo sus propias marcas en este proceso o se limitan a acompañar lo que se hace. Es, a juicio de quien escribe, un tema lleno de incógnitas. Si las tradiciones sindicales se están desvaneciendo o se corre el riesgo de haber perdido los puentes con algunos dirigentes que quizá todavía tienen fuerza en las bases. Si la nueva participación juvenil alberga una dirigencia sin la contaminación propia de ser parte del nuevo funcionariado político. Si habrá algunos sectores anti-K que se den cuenta realmente que están siendo funcionales a la peor derecha y a los sectores más privilegiados del capitalismo. En fin, si al cabo de una década, y en medio de las turbulencias propias del día a día, estaremos viviendo en un mundo que albergue esperanzas ciertas de cambio. Al respecto, Frei Betto publicó hace poco un artículo con algunas referencias imprescindibles: "Según la ONU, para facilitar la educación básica a todos los niños del mundo sería preciso invertir 6000 millones de dólares. Y sólo en los EE UU gastan cada año en cosméticos 8000 millones. El agua y el alcantarillado básico de toda la población mundial quedarían garantizados con una inversión de 9000 millones de dólares. El consumo de helados por año en Europa representa el desembolso de 11 mil millones de dólares. Habría salud elemental y buena nutrición de los niños de los países en desarrollo si se invirtieran 13 mil millones de dólares. Pero en EE UU y Europa se gastan cada año en alimentos para perros y gatos 17 mil millones; 50 mil millones en tabaco en Europa; 105 mil millones en bebidas alcohólicas en Europa; 400 mil millones en estupefacientes en todo el mundo; y más de un millón de millones en armas y equipamientos bélicos en el mundo. El mundo y la crisis que le afecta sí tienen solución. Siempre que los países fueran gobernados por políticos centrados en otros paradigmas que huyan del casino global de la acumulación privada y de la incontenible espiral del lucro. Paradigmas altruistas, centrados en la distribución de la riqueza, en la preservación ambiental y en el compartimiento de los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo humano," -

TIEMPO ARGENTINO


sea un Papa hermano de todos

Por Eduardo de la Serna


Muchos desde el principio sostuvimos que preferíamos al papa Benito XVI antes que a Juan Pablo II. Por varios motivos. El principal es que el Papa polaco tenía “calle” y “carisma”, mientras que el entonces teólogo Ratzinger es temeroso, dubitativo. Uno era “casi como Dios”, omnipresente e inmutable... dudo que haya un país que no haya visitado. El otro, más taciturno, solitario. Casi –en broma– parecía como que Juan Pablo tomaba a un niño y jugaba con él, mientras que Benito lo tomaba con miedo a que se rompiera. Y esto último, decíamos, es preferible cuando de dos Papas tan conservadores se trataba. Porque el uno tenía simpatía popular, sólo por su carisma, por sus gestos (que no por sus textos), mientras que el otro, ante la ausencia de los primeros, sólo podía mostrar una pluma más cálida, con más vuelo literario y teológico.
Mucho más temeroso Benito, era evidente que sus acciones papales lo serían (¡y se notó!), mientras que serían más osadas las de Juan Pablo. Pero por osadas no tendría problemas en señalar con el dedo a Ernesto Cardenal en Nicaragua, o darle la comunión a Pinochet en Chile. Un ejemplo ilustrativo de lo que señalo puede verse en las sanciones a los teólogos de la liberación. Cuando “bajo el reinado” (sic) de Juan Pablo II se sancionó a Leonardo Boff, no hubo casi voces públicas que manifestaran su oposición; mientras que, cuando se aproximaba el primer viaje de Benito a América latina y se sancionó a Jon Sobrino (para decir “eso no se hace”), hubo centenares de voces de colectivos teológicos y hasta episcopales (no de Argentina, por cierto) en reclamo por la medida. Esta actitud, más temerosa, y hasta más dialogante (aunque no entendiera; como se manifestó en el encuentro con Hans Küng) lo volvía un papa menos autoritario, aunque más conservador.
Pero precisamente por todo eso siempre sobrevoló la posibilidad de su renuncia. Por honesto. Por temeroso. Muchos creímos que Juan Pablo II debería haber renunciado muchos, muchos años antes, pero no creíamos posible que lo hiciera. La renuncia de Benito 16, aunque sorprendente por el momento, figuraba dentro de las posibilidades que le reconocíamos. Y eso, debemos reconocerlo, habla bien de él. Ya hemos escrito en otra parte que preferiríamos que el papado “durara” un tiempo. Que “deba” haber Papa no implica que “deba” ser perpetuo. Y –al menos hoy por hoy– para que dure ese “tiempo”, el Papa debe renunciar.
Muchísimos desafíos debe enfrentar un papa en nuestro tiempo (como lo muestra la duda y finalmente renuncia en Habemus Papa). Incluso muchos desafíos que el Papa renunciante nunca parece haber notado. La realidad de la pobreza siempre parece haberle sido ajena. Mirar el mundo “sólo” desde Europa (o desde Bavaria, para ser más precisos) no parece algo justo en quien debe “pastorear” a la Iglesia universal (eso quiere decir “católica”). La importancia creciente del catolicismo en Africa y Asia contrasta obviamente con la descristianización de Europa; en los documentos papales recientes la palabra “América” figura sólo ¡¡¡una!!! vez, y para hablar del “Descubrimiento de América” (sic). La misma elección del nombre “Benito” aludía al “Papa de Europa” tras la primera gran guerra (que el Norte llama mundial), y a San Benito de Nursia, “patrono de Europa”.
¿Llegará la hora de un Papa del Tercer Mundo? En lo personal, no me preocupa tanto “de dónde viene” sino “a dónde va”. Hubiera preferido al cardenal Martini (italiano) que a López Trujillo (colombiano) en el pasado cónclave, y sueño con un Papa que sea “padre del huérfano y de la viuda”, como dicen los Salmos que es el mismo Dios; que anuncie con alegría y sencillez “buenas noticias a los pobres”, como decía y hacía Jesús de Nazaret. Sueño un Papa despojado de títulos nobiliarios y coronas, de palacios y jefatura de Estado. Sueño un Papa que se presente como “hermano de todos”. Es más: un viejo teólogo decía que ser hermanos es lo propio de toda la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento); lo propio de los cristianos es ser “hermanos”, pero la cosa se empezó a deformar cuando se empezó a hablar de “Papa” (J. Ratzinger). ¿Llegará la hora? ¡Dudo! ¡Deseo!
* Coordinador del Movimiento de Sacerdotes en Opción por los Pobres

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sábado, 9 de febrero de 2013



Días de ira

Por Luis Bruschtein
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Si pasan más de dos meses sin elecciones o sin movilizaciones se instala la sensación de que el planeta está contra el Gobierno. Este gobierno debe ser el que más rápido y más veces ha perdido votos y asistencias en un imaginario de microambiente y después los ha vuelto a recuperar. Ha ganado elecciones desde el 2003, ha movilizado cientos de miles de personas numerosas veces pero, a los dos meses de hacerlo, los diarios opositores, los columnistas de esos diarios o esos medios ya están hablando en nombre de todos. Como los medios se apropian de todos, los opositores rápidamente empiezan a hablar en nombre del pueblo cuando protestan y se apropian de esa figura. Se crea de esa manera un cuadro que, además de no ser real, tampoco conforma un aporte democrático. Habría así una totalidad que detesta a este gobierno, a todos sus integrantes y a todos sus simpatizantes. Hay un “todos” quienes detestan a esos otros “todos” que ni siquiera suman. Hay una pantomima en el esfuerzo por totalizar y hay una voz totalitaria en una parte de la oposición que se engolosina con ese caramelo amargo que conlleva una semilla de intolerancia.
Como sucede con las ideas totalitarias, tienen poco sustento en la realidad. Se cansan de decir que representan a todos, o al pueblo en masa, y después pierden las elecciones o buscan excusas para explicar las convocatorias con cientos de miles de personas que realiza el Gobierno. Esa parte de la oposición, pero sobre todo los medios opositores, disemina una doctrina totalitaria, un sentido común que relaciona el “todos” nada más que con el conjunto que integran los que tienen su misma forma de pensar y no con el verdadero conjunto integrado por todos. Es una idea totalitaria que descarta a los otros cuando son mayoría.
Nadie representa a todos. El kirchnerismo tampoco. En todo caso, puede representar a una mayoría y a veces a una primera minoría. Pero en democracia, con eso se ganan elecciones y se gobierna. La imposibilidad –por ceguera o por conveniencia– de ese discurso totalitario granmediático de aceptar a esa mayoría que no piensa como ellos creen que debería hacerlo segrega un sustrato de violencia sobre el cual se apoyan todos sus argumentos.
El discurso de acusar de violento al kirchnerismo aparece también como un acto de prestidigitación. No ha habido ningún caso de periodista opositor o crítico agredido por hordas kirchneristas o efectivos policiales. No ha habido ni uno solo. Pero Joaquín Morales Solá fue al Congreso a denunciar que peligraba su vida y otros reconocidos periodistas lo acompañaron para hacer denuncias similares. Y las cosas han sido al revés: hubo periodistas golpeados por hordas, pero de caceroleros antikirchneristas y no una, sino varias veces. Por su parte, el Gobierno impulsó la erradicación de la figura del desacato por la cual eran juzgados muchos periodistas que criticaban a los gobiernos. Pero, insólitamente, el que sí persiguió judicialmente a periodistas fue el Grupo Clarín, que es el principal emisor de ese discurso cargado de violencia y para el que trabajan muchos de esos periodistas que estuvieron en el Congreso.
Los turistas que patotearon a la familia Kicillof cuando volvían de Punta del Este actuaron de la misma forma que muchos caceroleros, el mismo modus operandi que una banda de linchadores. Los linchadores están convencidos de que los justifica un fin justiciero o republicano. Los que lincharon negros o masacraron indios pensaban que defendían la pureza de la República. Y se sienten más justificados si además están convencidos de que lo hacen en nombre de todos.
La patoteada de ese grupo de turistas de alta gama generó una polémica sobre la violencia. Se está hablando de una violencia concreta, no genérica, y que ha sido antikirchnerista, como la de esos turistas o la de Miguel Del Sel con sus insultos. Y resulta que el análisis que hacen los grandes medios y algunos opositores concluye que los kirchneristas tienen la culpa por la violencia contra ellos. Se supone que un discurso violento del kirchnerismo tendría que ocasionar violencia contra los antikirchneristas. Pero el kirchnerismo sería tan estúpido que su discurso violento genera violencia contra sí mismo.
No ha habido hechos de violencia protagonizados por el kirchnerismo, pero se lo responsabiliza por una supuesta violencia verbal o metafórica. El argumento es que la soberbia del Gobierno genera violencia. O que el Gobierno no respeta a las minorías y no abre el diálogo.
Pero si se compara el gobierno nacional con el de la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, en cuatro años Mauricio Macri ha vetado más de cien leyes aprobadas por la Legislatura donde están representadas las minorías y ha actuado y se ha expresado en forma más represiva con las minorías que manifiestan en las calles. Si el gobierno nacional es soberbio o no respeta a las minorías, el gobierno porteño le saca varios cuerpos en esa performance y sin embargo no hay una relación directa con la violencia que despierta, no hay una violencia antimacrista.
En principio, parece una autojustificación buscar las causas de la violencia del antikirchnerismo en el propio kirchnerismo y lo más lógico sería hacerlo entre los que la promueven y la practican, en la falta de tolerancia de esas personas, en la poca calidad democrática que demuestran sus acciones. Si los violentos fueran kirchneristas, el problema sería del oficialismo, en contrapartida es un problema del antikirchnerismo que en sus movilizaciones haya mucha gente que se expresa con tanta violencia. La única forma de reclamar respeto es respetando, cosa que no sucede con los que patotearon a la familia Kicillof, con las expresiones de Miguel Del Sel ni con muchos de los que salen a cacerolear. El problema de la violencia está ahí y una actitud responsable de la oposición tendría que ir más allá del oportunismo de achacarle sus propias fallas al kirchnerismo.
Cuando se habla de violencia se confunden a propósito muchas cosas que no son iguales. No es lo mismo León Gieco que Miguel Del Sel. No es lo mismo decir que Macri no tiene propuestas que decirle “conchuda hija de puta” a la Presidenta. Y no es lo mismo la patoteada a la familia Kicillof que los “escraches” que hacían los HIJOS a represores de la dictadura. Las diferencias no son ni siquiera sutiles. Y si bien es censurable que a Nelson Castro no lo hayan querido atender en una confitería, ese agravio es minúsculo comparado con la cobardía de los turistas caceroleros de Punta del Este.
No deja de sorprender que, hace diez años, las movilizaciones del PJ generaban inquietud por los desbordes y desprolijidades. Ahora los que despiertan inquietud por posibles desbordes violentos y actitudes grotescas son esos sectores de las capas medias antiperonistas cuando salen a cacerolear.
Pero los artilugios mediáticos lo instalan al revés, como si la violencia física antikirchnerista tuviera su causa en una violencia kirchnerista metafórica o verbal. Pese a que ni siquiera se puede decir que desde el punto de vista físico haya violencia de ambos lados, sino solamente del antikirchnerismo, lo que se instala en un sector de la sociedad es todo lo contrario. En vez de condenar esos hechos de violencia, estos mismos artilugios les otorgan un carácter justiciero en representación de la sociedad. O sea: si Del Sel putea a la Presidenta, al hacerlo, lo hace en representación de todos. Si un grupito de turistas de Punta del Este patotea a la familia de un funcionario, se les otorga una representación del pueblo. Así, dos situaciones violentas, grotescas, de bajísima calidad ciudadana, son presentadas como emergentes de un supuesto malestar general. Y rápidamente empiezan a circular encuestas que dan por descontado que Cristina Kirchner perdería cualquier elección, lo que se parece más a una expresión de deseos.
El oficialismo tiene muchos flancos para ser criticado por derecha y por izquierda. Pero en los últimos tiempos, el tema de la violencia política, los desbordes y el resentimiento constituyen un problema de la oposición. Y sería un error generalizar esas actitudes más allá del grupo social que las protagoniza y que siempre fue muy antikirchnerista.

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Timerman Malvinas, EL CANCILLER EN LONDRES


 


TIMERMAN RECORDÓ OTRO CASO 

DE COLONIALISMO BRITÁNICO


El canciller argentino les pidió a los periodistas que "tanto preguntaron sobre la autodeterminación, que recuerden el caso del pueblo changociano". El caso es el de la usurpación en 1965 de la isla Diego García, en el archipiélago de Chagos en el océano índico, que cuando Inglaterra y Estados Unidos expulsaron a sus 1.100 habitantes.
El canciller Héctor Timerman ofreció declaraciones en Londres tras reunirse con los lores y representantes de la Cámara de los comunes.

Timerman habló del escenario político internacional desde la segunda guerra mundial, preguntó a los periodistas cómo era la relación entre Alemania e Inglaterra entonces. "Aquella vez el Reino Unido dialogó con la Alemania democrática ¿qué hubiera pasado si no lo hacía, cómo estaría Europa hoy?".

Concluyó: "Me llama la atención que de todos los periodistas que me preguntaron por la autodeterminación, no hayan hecho referencia al pueblo nativo expulsado de su territorio para que pueda ser alquilado por una base militar de los Estados Unidos."

Y finalizó: "Tal vez esto demuestre lo que piensa el Reino Unido sobre la autodeterminación de los pueblos".

"Espero que las próximas veces que tengan la posibilidad de entrevistarme, recuerden al pueblo changociano expulsado de su propio territorio sin ningún tipo de derecho y sin que nadie les haya preguntado si querían salir del lugar donde habían nacido".

El caso que citó Héctor Timerman es el de un pueblo que fue expulsado de la isla Diego García, en el archipiélago de Chagos, para ser vendido por Reino Unido a Estados Unidos, que lo utiliza como base militar. Más información del caso aquí, y con videos, aquí.

También participaron de la conferencia de prensa, la embajadora en el Reino Unido, Alicia Castro, y los titulares de la comisiones de Relaciones Exteriores del Senado y de Diputados, Daniel Filmus y Guillermo Carmona, respectivamente.

DIARIO REGISTRADO



sábado, 2 de febrero de 2013



El “Nie Wieder”, el “Nunca más”


Por Osvaldo Bayer
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Desde Bonn, Alemania

Alemania acaba de recordar, con dolor y vergüenza, dos acontecimientos trágicos de su reciente pasado. Los ochenta años de la asunción de Hitler al poder y los setenta años de la trágica derrota de la batalla de Stalingrado, donde el ejército germano fue aniquilado por el llamado Ejército Rojo de los soviéticos, en la cual fueron muertos doscientos mil soldados alemanes y otros cien mil cayeron prisioneros. De ellos –al fin de la guerra– volvieron a su país apenas seis mil sobrevivientes.
En los dos actos se recordó a las víctimas del racismo y la asunción inexplicable de ese personaje llamado Hitler y su conjunto de colaboradores, uno más extraño y ridículo que el otro en sus personalidades: Goering, Goebbels, Hess, Himmler...
A Hitler, su pueblo lo llegó a escuchar con devoción. Hoy, aquí, en la misma Alemania, se lo ve como a un personaje increíble, digno de ser una caricatura en una revista de comics. Sí, con su lenguaje a veces trágico, a veces de actor dramático de una comedia de folletines baratos. Un escritor alemán ha calificado la toma del poder por Hitler como una “fantochada” de la Historia, como para no creerlo. Y a Hitler, un “fantoche” de opereta. Mirando a ese personaje en los noticieros de la época, con sus gestos y sus discursos, uno va coincidiendo más y más con ese calificativo de fantoche. Pero, nos preguntamos de nuevo, ¿cómo fue posible que el pueblo alemán aceptara como un arcángel salvador a un personaje con ese lenguaje agresivo e irracional y esos gestos teatrales, nada menos que después de haber tenido la trágica experiencia de la Primera Guerra Mundial, donde habían perdido la vida como ratas miles y miles de sus jóvenes? ¿En la irracional contienda de trincheras entre dos pueblos –Alemania y Francia–, países “occidentales” y “cristianos”, con una experiencia de siglos con respecto a la insuperable crueldad de las guerras? Los dos pueblos habían sido capaces de voltear a sus monarcas absolutistas y proclamar las repúblicas y ahora, Alemania, daba el poder a un personaje que como máximo programa traía el racismo y el nacionalismo a ultranza.
Y aquí viene lo de siempre. El poder económico lo puso en el poder político ante una izquierda fuerte que por el reiterado fracaso de los partidos de la burguesía amenazaba con llegar a ese poder. Se le dio ese poder a Hitler, que lo hizo bien suyo y terminó llevando a su país a la catástrofe más grande de su historia. Eso sí, aquellas empresas del poder económico más importantes de aquella época siguen siendo actualmente las mismas.
Hoy están bien marcados los campos de concentración de Hitler: una realidad, sí, que jamás va a poder superar el pueblo alemán a través de sus generaciones. Ahí están, en la actualidad, los museos de la crueldad, de la irracionalidad más perversa de toda la historia, hoy convertidos en advertencia. Los seres humanos como insectos nocivos de la salud pública en laboratorios de la muerte. Las cámaras de gases. Hay que estar allí. No están ni las lágrimas, ni los ayes, ni los gritos de las madres cuando las separaban de sus hijos, o el silencio de los hombres en ese último momento de perplejidad ante una realidad nunca pensada. Y el personaje ridículo de bigotito cuadrado hablando de la Patria.
Lo que de alguna manera salva al pueblo alemán es que Hitler, mientras hubo elecciones democráticas, nunca obtuvo ni siquiera la mitad más uno de los votos. En las últimas elecciones libres obtuvo el 37,4 por ciento, y luego, ya con el poder, recibió el 42 por ciento del total. No fue poco pero no era la mayoría. Los estados que más apoyaron a Hitler fueron los del sur, los católicos, sobre todo Baviera, especialmente porque la Iglesia Católica apoyó a los nazis. Por ejemplo, siempre se recuerda que a principios de febrero de 1933, para festejar la toma del poder por Hitler, la Iglesia Católica abanderó el interior del templo berlinés de Marienkirche con banderas nazis, y allí el párroco Joachim Hossenfelder agradeció en la misa principal a Dios por haber permitido la llegada de Hitler al poder. El hecho fue reconocido justo el domingo pasado por el obispo católico de Berlín, Markus Dröge, quien señaló: “En ese entonces, el llamado de Jesús al amor entre todos se convirtió justo en lo contrario”. Además, lamentó que la Santa Sede no haya hecho una profunda autocrítica sobre esa conducta amistosa del catolicismo ante el nazismo.
Poco a poco se va llegando a saber por qué tuvieron tan poca o ninguna oposición de las iglesias regímenes de máxima violencia como el nazismo alemán, el fascismo de Mussolini y el régimen de Franco en España.
También ahora, ochenta años después, entre los actos que se acaban de realizar, uno de ellos se llevó a cabo en el monumento que recuerda a los miles de homosexuales asesinados por los nazis durante los doce años de dictadura. Ese lugar se encuentra en el Tiergarten, en Berlín, y al acto concurrieron representantes del gobierno, del Parlamento y de diversos sectores sociales. Distintos oradores relataron el destino de los perseguidos, que fueron detenidos, enviados a campos de concentración y asesinados, la mayoría de ellos en las cámaras de gas. Un crimen atroz y sin ninguna explicación, como los de todo ese régimen. También se llevó a cabo otro acto recordatorio ante el monumento de los gitanos de las minorías de los Sinti y los Roma, exterminados por orden de Hitler.
Pero el acto central se llevó a cabo en el Parlamento Nacional, en el cual se dio lugar como orador central a la escritora judeo-alemana Inge Deutschkorn, quien, niña de once años en 1933, fue perseguida junto a sus padres por los nazis, pero se salvó por la ayuda de veinte familias alemanas no judías que la escondieron durante los doce años de la dictadura nazi. Ella puso de manifiesto además su agradecimiento a todos aquellos alemanes que ayudaron a los perseguidos por el régimen. Y ha escrito un libro sobre esa experiencia, que en la actualidad ha pasado a ser una de las obras más leídas en Alemania.
Un régimen que hasta de los niños hacía sus víctimas. La última dictadura militar argentina también victimizó a los niños de los desaparecidos. Les quitó la identidad.
También se recordó en estos días al 27 de enero de 1945, cuando el ejército soviético liberó el campo de concentración nazi de Auschwitz. Ese día ha pasado a ser el Día del Holocausto. Se calcula que en Auschwitz fueron asesinados por los nazis 1.300.000 seres humanos, la mayoría judíos, provenientes de Alemania, Polonia, Rusia, Rumania y otros países ocupados por las tropas alemanas.
El “Nie Wieder”, el “Nunca más” alemán, ha penetrado profundamente en la sociedad. Se notó en estos días por la concurrencia multitudinaria a los actos de la Memoria contra los crímenes cometidos desde 1933 a 1945. Algo que tienen que tener en cuenta todos los pueblos para así jamás apoyar ni a dictadores ni a políticos que no tienen como principio ineludible la defensa de los derechos humanos, y recordar siempre, todos los años, los actos de salvajismo contra las vidas humanas cometidos desde el poder en la historia del mundo. Dedicar, en ese sentido, museos, monumentos en plazas y exposiciones anuales sobre los crímenes llevados a cabo por el hombre con el hombre. Hacer del “Nie Wieder” alemán y del “Nunca más” argentino una ley universal.

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