domingo, 17 de febrero de 2013

ELVIS ESTÁ VIVO



Hallazgos > El documental nominado al Oscar sobre la extraordinaria figura, historia, música y mito de Sixto Rodriguez


Nacido en Detroit e hijo de una familia de inmigrantes mexicanos, grabó dos discos a comienzos de los ’70 y fue comparado con Dylan, pero sus ventas fueron desastrosas y cayó en el olvido. Sin embargo, de manera inesperada sus canciones llegaron a Sudáfrica, donde se convirtió durante décadas en un icono de la resistencia en los tiempos del apartheid. El nunca se enteró, hasta que 25 años más tarde un fan logró detectarlo en Detroit: trabajaba como obrero y no había vuelto a componer. Lo invitaron a Ciudad del Cabo, donde fue recibido como un Mesías: su fama era la de Elvis, su poder el de Bob Marley y su magnitud la de Lennon. Ahora, mientras tiene fechas tomadas para volver a tocar hasta mitad de año en medio mundo, el documental candidato al Oscar Searching for Sugar Man repasa su increíble vida. Este es Sixto Rodriguez.

Por Pablo Perantuono
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Muchos años después de pisar un escenario por última vez, de ser un asalariado de la industria de la construcción, de licenciarse en filosofía, de aspirar a varios cargos representativos en su ciudad, Detroit, y jamás ser elegido para alguno; treinta años después de tocar en la calle, de ser comparado con Bob Dylan, de grabar dos discos que, creía, a nadie le importaron, de casarse, tener hijas, después separarse y vivir en la misma casa que compró por 50 dólares a mediados de los ’70, Sixto Díaz Rodriguez (70), sexto hijo de una familia de origen mexicano, se convirtió en una estrella planetaria. Su vida, su aventura, tiene los colores de las mejores fábulas.
Eso es lo que cuenta el notable documental Searching for Sugar Man, primer trabajo del director sueco Malik Bendjelloul, candidato al Oscar 2013 y ganador de premios en cuanto festival se presenta. Bendjelloul conoció la historia de Rodriguez en 2006 durante un viaje por Africa –ya había pasado por Sudamérica–, adonde llegó tras ser despedido de su trabajo y lanzarse al tercer mundo en busca de inspiración. “Cuando me contaron su historia –relata Bendjelloul, que se quedó sin fondos haciendo el documental y llegó a filmar con su iPhone–, sentí la necesidad de hacer algo con ella. Era la mejor que había oído en mi vida. Como Cenicienta.”
Al igual que ocurre en obras maestras como Los detectives salvajes (Roberto Bolaño) o Soldados de Salamina (Javier Cercas), Searching for Sugar Man es a la vez que la reconstrucción de un mito también su disección, su persecución y su captura. Sobrio, sutil, con la cadencia de un buen blues, el documental va hilvanando un relato coral que busca –y logra– restañar las piezas perdidas de un misterio. El misterio es Rodriguez. El misterio es su vida, quizá su muerte, su genio y su inesperada condición de héroe de la música popular en... Sudáfrica. Porque mientras los discos de Rodriguez se perdían en la noche de los tiempos y él soltaba la guitarra y empuñaba una maza para demoler edificios en Detroit, mientras adquiría su casa gracias a un plan municipal de viviendas y trabajaba como un buey entre 12 y 14 horas por día para mantener a sus tres hijas, sus canciones, mágicamente, desembarcaban en Ciudad del Cabo y eran adoptadas por al menos dos generaciones de sudafricanos que encontraban en sus letras un grito de liberación, un poco de aire para mitigar la asfixia del apartheid. Sin saberlo, se transformaba en el Bob Marley de esa tierra.
Rodriguez vivió casi 30 años sin enterarse de eso. Hasta que en 1997, cansado de no tener información precisa sobre el mayor icono musical de su país, Stephen Segerman, un admirador sudafricano, se lanzó a su búsqueda. Cuando dio con él, le reveló su condición de profeta.
Sin estar así explicitado, Searching for Sugar Man consta de tres partes. En la primera se presenta la leyenda: hasta aquí sabemos que Rodriguez fue descubierto tocando en un lúgubre bar de su ciudad por Mike Theodore y Dennis Coffey, dos músicos y productores que trabajaban para el sello Sussex. “Estaba parado cantando en una esquina de un pub mugriento, tocaba de espaldas, había humo alrededor... era una imagen casi etérea”, recuerda Theodore. Había algo especial en Rodriguez, no ya su aspecto de trovador misterioso sino su aire melancólico y sus letras impregnadas de realismo sucio. “Detroit era una ciudad hostil, con mucha pobreza. Y él cantaba sobre eso”, señala Theodore.
Al escucharlo, Clarence Avant, propietario de Sussex, quedó impactado con su poesía. Avant, que luego sería un alto ejecutivo de la Motown y trabajaría con artistas de la talla de Miles Davis, Michael Jackson, Quincy Jones o Stevie Wonder, tiene un recuerdo imborrable: “Si tuviera que hacer un top 10 de los artistas con los que trabajé, Rodriguez estaría entre los mejores 5. Sin duda”. Cautivado por su estilo –un inconfundible y nasal aire dylanesco–, Avant contrata a Rodriguez para grabar dos discos. Se editan en 1970 y 1971, y son un fracaso inapelable. Rodriguez, hoy, todavía se pregunta las razones. “Puse lo mejor de mí en esos discos. Y no tengo una explicación de por qué no funcionaron –dice el cantante–; simplemente creo que la industria de la música es un negocio muy difícil...”
“Fue el artista más impresionante con el que trabajé –dice Steve Rowland, el productor de su segundo disco, Coming from Reality–. Produje a gente como Jerry Lee Lewis, The Cure, Peter Frampton y Gloria Gaynor, pero él era el mejor. No sólo por su talento: era un hombre único, una especie de sabio.” Sin éxito y sin fechas para tocar, Rodriguez vuelve a las sombras. Una de sus canciones resultó premonitoria: en “I Wonder” canta “perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad”. A mediados de diciembre de 1971 era despedido de Sussex y retomaba su trabajo de obrero. “No es tan malo –diría–, te mantiene la sangre circulando.”
Meses más tarde, alguien –no está claro quién, ni de qué forma– llega a Sudáfrica con Cold Fact, el primer LP. De forma inesperada, sus temas se convierten en himnos de la resistencia a la opresión y la censura. Ambos discos son editados por un sello local y canciones como “Establishment Blues” –Garbage ain’t collected, women ain’t protected, politicians using people, they’ve been abusing, the mafia’s getting bigger, like pollution in the river “(La basura no es recogida, las mujeres no son protegidas, los políticos, usando a la gente, han estado abusando, la mafia sólo crece como la polución en el río”)–, “Sugar Man”, “I Wonder” o “Crucify your Mind” se adhieren como una membrana al corazón de aquella sociedad balbuceante, aislada del mundo. El régimen, como era de esperar, censuró y prohibió su obra. Rodriguez nunca se enteró, pero eso agigantó su leyenda.
Pasaron los años, Mandela llegó al poder, el apartheid se convirtió en pasado, pero Rodriguez siguió siendo un enigma, apenas una foto en la tapa de Cold Fact –su disco–, que tampoco decía mucho: sentado en el piso, unas gafas y un sombrero decoran su rostro aindiado. En Sudáfrica, además, creían que se había suicidado en público, aplastado por el fracaso, lo cual no hacía más que potenciar su figura de ángel negro y maldito. Ya “muerto”, Rodriguez vende discos a ritmo beatle. Es un long-seller. Nadie conoce a sus familiares, si es que existen; nadie les da un solo dólar de todos los que generó en la tierra de Mandela.
Hasta que la historia –segunda parte– da un vuelco inesperado, porque Rodriguez no está muerto, ni siquiera enfermo, sino que vive en Detroit y es un héroe de la clase trabajadora que, en todo ese tiempo, luchó por los derechos de las minorías, educó a sus hijas en la austeridad y les inculcó su gusto por el arte. Una de ellas es quien descubre, en la web, que un fan del otro lado del Atlántico busca información sobre su padre. Se contacta con él. Le pasa el teléfono, lo llama. “¿Tiene idea de que usted en Sudáfrica es tan grande como Elvis?”
Lo que en un comienzo parece un simple contacto –un fan que logra ubicar a su ídolo–, se convierte en una imprevista sobrevida. “¿Tiene idea de que creíamos que estaba muerto, que se había suicidado en un escenario?” Tampoco lo sabía. Lo invitan a tocar. En la empresa de demolición en la que trabaja, Rodriguez comenta que en Sudáfrica quieren que actúe. “¿Actuar?” Se ríen de él. No le creen. Hace la valija.
El 2 de marzo de 1998, Ciudad del Cabo recibe a Rodriguez como a un Mesías. Tres limusinas van a buscarlo al aeropuerto. “Nosotros pensábamos que era un error, o que había alguien más importante que mi padre que había llegado al mismo tiempo en otro avión. Y no, todo eso era para nosotros”, recuerda Regan, su hija menor. Rodriguez no se acostumbra a la opulencia: le ofrecen la suite presidencial de un hotel 5 estrellas, pero prefiere dormir en un sofá. Llega el día de su debut y el estadio –un polideportivo para 5 mil personas– se prende fuego: hace 25 años que escuchan las canciones de ese hombre taciturno y sencillo, a quien creían muerto y que ahora está parado frente a la audiencia sin poder creer lo que ve. El público delira. El mito está vivo. Algunos creen que es mentira, que ese tipo es un impostor. Es como si John Lennon viviera y diera un concierto. Rodriguez llena seis estadios. Cientos de jóvenes lo idolatran: interpreta todas esas bellas melodías que fueron transmitidas de generación en generación, de padres a hijos. Se filma un especial para la TV con sus recitales.
Pero el cuento es corto, el cuento se termina. Rodriguez debe volver a su vida proletaria en Detroit, ciudad que ama y detesta con igual pasión. “¿Hay alguien de Detroit en la audiencia? –preguntará años más tarde, en un show–. Mis condolencias...”
“Sí, de ser tratado como una estrella de rock pasó otra vez a su vida de obrero, a volver a su casa sucio, lleno de polvo, con sus pantalones manchados”, cuenta Eva, otra de sus hijas. La última parte del documental revela que Rodriguez no cobró ni un solo dólar del dinero que se recaudó por las más de 500 mil copias vendidas de sus discos en Sudáfrica. Tampoco cobró su sello discográfico de Detroit, ya quebrado. Alguien en el país de Mandela se hizo rico gracias a él. Septuagenario (“No soy viejo, soy anciano”), en el final de Searching for Sugar Man, Rodriguez ya es un artista crepuscular que vive sin remordimientos en su casa de toda la vida, que acepta su nueva realidad con parsimonia, como si su gloria personal consistiera en ser y estar, como si la diferencia entre ser un artista reconocido o un trabajador fuera algo intrascendente, parte de un plan fileteado en algún escritorio sin tiempo.
Hoy, convertido en una celebridad y a horas de la ceremonia de entrega de los Oscar, Rodriguez tiene agendados shows hasta mitad de año en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Francia y hasta en los festivales más tradicionales de Europa, como el Sónar de Barcelona y el legendario Glastonbury inglés. Es el sabor del mes. Es su hora.
“Aun trabajando en la construcción –concluye Rick Emerson, compañero de Rodriguez en decenas de tardes de pico, polvo y pala–, él siempre tuvo una capacidad para elevar las cosas, para estar por encima de lo mundano, lo prosaico. Aun cuando hubieran mermado sus aspiraciones musicales, ese espíritu permanecía. El estaba siempre en una búsqueda, cuidando el proceso. En el fondo sabía que había algo más reservado para él.”
El 2 de marzo de 1998, Ciudad del Cabo recibe a Rodriguez como a un Mesías. El estadio se prende fuego: hace 25 años que escuchan las canciones de ese hombre taciturno y sencillo, a quien creían muerto y que ahora está parado frente a la audiencia sin poder creer lo que ve. El público delira. El mito está vivo. Algunos creen que es mentira, que ese tipo es un impostor. Es como si John Lennon viviera y diera un concierto. Rodriguez llena seis estadios. Después vuelve a su vida en Detroit.

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