sábado, 30 de enero de 2010


Los intocables

Por Marcelo Fabián Saín *

La Policía Federal Argentina (PFA) es la única institución de seguridad de carácter nacional que, desde la instauración democrática de 1983, no ha sido objeto de ningún tipo de reforma o modernización institucional que erradique sus enclavas autoritarios y la ponga a tono con los parámetros de la seguridad pública democrática.

Esta institución policial, creada en diciembre de 1943 y puesta en funcionamiento en enero de 1945, asienta sus bases institucionales en el Decreto-Ley 333/59 y en sus normas complementarias. En esta norma de la “Revolución Libertadora”, se estableció que la PFA debe cumplir funciones de “policía de seguridad y judicial” dentro del territorio de la Capital Federal y también dentro de la jurisdicción federal, a través del mantenimiento del orden público, la prevención de delitos y la intervención en la investigación de los mismos.

Hasta la reforma legislativa de 1991 impulsada por el diputado socialista Simón Lázara, la PFA estaba autorizada a detener personas con fines de identificación y a los efectos de conocer sus antecedentes por un lapso no mayor de 24 horas. Ese año, a través de la Ley 23.950, se modificó esa facultad y se estableció que no podría detener a las personas sin que mediara una orden judicial, excepto cuando “existiesen circunstancias debidamente fundadas que hagan presumir que alguien hubiese cometido o pudiese cometer algún hecho delictivo o contravencional y no acreditase fehacientemente su identidad”, en cuyo caso la persona detenida podría ser conducida a la dependencia policial con conocimiento del juez competente y por el lapso de “tiempo mínimo necesario para establecer su identidad, el que en ningún caso podrá exceder de diez horas”. Esta fue la única reforma seria introducida en democracia a la referida organización policial.

El régimen profesional del personal de la PFA es un tanto más reciente. Fue establecido en la Ley 21.965, promulgada en marzo de 1979 por el teniente general Jorge Rafael Videla, y fue reglamentado en 1983 por un decreto firmado por el general Reynaldo Bignone. Estas normas y sus modificatorias están vigentes, como también lo están el Decreto-Ley 9.021/63 que instituye la “Orgánica del Cuerpo de Informaciones de la Policía Federal Argentina” y su reglamentación aprobada por el Decreto 2.322/67. Mediante estas normas se conformó y puso en funcionamiento un verdadero servicio paraestatal de informaciones e inteligencia no sujeto a ningún tipo de contralor administrativo, judicial y parlamentario más allá que el ejercido por algunos pocos miembros de Comisariato superior de la fuerza. Ese cuerpo está compuesto por “agentes secretos” abocados a las tareas específicas de la “especialidad de informaciones” y cuyos cargos no son “incompatibles con otro empleo de la administración pública, provincial, municipal y privados”, es decir, estos agentes del recontraespionaje se pueden infiltrar en cualquier organismo público y privado, facultad que no tienen los agentes de la Secretaría de Inteligencia, regulada por la Ley 25.520, que fue sancionada en democracia. Aquel cuerpo policial de informaciones cuenta con casi 1000 espías que se dividen en dos categorías –“Superior” y “Subalterno”–, cada una de las cuales tiene sus propias jerarquías. Entre sus numerarios se encontraban Ciro James y otros secuaces que se cambiaron de bando con alguna notoriedad pública.

De este modo, la PFA es una institución tallada por las sucesivas dictaduras militares de los últimos cincuenta años sin que, desde la instauración democrática de 1983 a la fecha, existiera gobierno democrático o bloque parlamentario oficialista u opositor, de derecha o progresista, que osara adecuarla a las bases institucionales de la democracia.

Desde entonces, la PFA fue adquiriendo un grado de autonomía operacional “por abajo” como no lo hizo ningún organismo de seguridad o Inteligencia estatal. Por abajo, porque “por arriba” ha existido una plena subordinación a los sucesivos gobiernos en el cumplimiento de su rol histórico de guardia pretoriana del poder de turno, al menos mientras ese gobierno no se atreviera a inmiscuirse en sus asuntos. Ese pretorianismo se tradujo en la provisión de información, la seguridad presidencial y el “control de las calles” de la ciudad más marquetinera de la política argentina, y todo ello sin que el Estado se vea obligado a financiarla integralmente del erario público.

En verdad, la subordinación de una institución policial a las autoridades democráticas no se asienta en el trato cordial y respetuoso entre su jefe y el ministro del ramo, sino en el cumplimiento estricto de las directivas institucionales en materia de seguridad pública –particularmente, en las intervenciones abocadas al control del delito y el mantenimiento del orden público– y en todo lo atinente a la composición orgánica, funcional y doctrinal de la propia institución policial. Ambas dimensiones no son una responsabilidad de la cúpulas policiales sino de los gobierno democráticos. Pero si éstos no la ejercen, las desarrolla el Comisariato sin miramientos. Ello fue lo que ocurrió durante las dos últimas décadas y, cuando hubo un atisbo de revisión de esta tendencia, al comienzo del primer gobierno kirchnerista, la cúpula de la PFA se puso en alerta con un recelo que no se vio cuando un General de División entró en 1976 al Departamento Central y se sentó en el sillón del Jefe de la PFA y la condujo sin chistar hasta cuando no necesitaron más de ella. Allí, el Comisariato no proclamó airoso que la PFA debía ser conducida por un Comisario General de la propia fuerza como sí lo hacen con los políticos de la democracia. Pero aquello fue sólo un amague progresista rápidamente revertido a favor de darle todo el poder de la seguridad porteña al Comisariato.

Desde el punto de vista funcional, en estos años de gobiernos kirchneristas, la PFA ha combinado dos prácticas contradictorias. Por un lado, ha cumplido estrictamente las directivas gubernamentales a favor de no policializar ni responder punitivamente a la protesta social, generando un clima de paz colectiva favorable a resolver las problemáticas sociales mediante el diálogo y la negociación. Y cuando debió intervenir ante situaciones de violencia derivadas de esas protestas, lo hizo, en general, con racionalidad, gradualismo y proporcionalidad. En este aspecto, hubo políticas de seguridad, pero sólo en este aspecto. Por otro lado, ha protagonizado hechos de violencia ilegal y de corrupción intolerables para los designios de la seguridad pública democrática. Y ello ha ocurrido con la “vista gorda” oficial.

La espantosa e injustificada represión desatada en el 14 de noviembre pasado en los alrededores del estadio de Vélez Sarsfield contra los asistentes al recital del grupo de rock Viejas Locas se inscribe en esta última tendencia. Las imágenes periodísticas de este episodio propio de las represiones policiales de la última dictadura militar dan cuenta de que dicho procedimiento no estuvo signado por los “excesos” justificables en el fragote de la violencia provocada por los “jóvenes revoltosos”. Eso no existió: al comienzo, no había más que asistentes pasivos sometidos al escarnio de la guardia pretoriana volcada a “poner orden” en ese desorden ficticio. Lo que sí se pudo apreciar fue cómo los “soldados” de la PFA recibían y le abrían paso presurosamente a la “Pandilla”, la barra brava de Vélez Sarsfield, para que puedan asistir al recital sin hacer la fila y sin contrariarlos porque son “amigos”. Todo esto, sumado a la masividad y diversidad de unidades policiales intervinientes y la coordinación de su actuación represiva y, al mismo tiempo, protectiva, indica que se trató de un operativo concebido, planificado y llevado a cabo por los mandos operacionales superiores. Y si no fue así, la cúpula de la PFA y las autoridades políticas responsables padecen de un clima de rebelión interna, es decir, de una suerte de “golpe institucional azul”. Ante este lúgubre panorama, lo que brilla es el impúdico silencio y la quietud oficial al respecto, en particular, ante el asesinato intolerable de Rubén Carballo, el adolescente de 17 años que murió por golpes recibidos en la cabeza cuando las huestes desbocadas de esa policía brava hacían lo suyo.

En la Ciudad de Buenos Aires, resulta ingenuo pensar que los fabulosos y rentables mercados minoristas de drogas ilegales, de autopartes desguazadas de automóviles robados y de servicios sexuales garantizados a través de la trata de personas no tienen protección policial ni abrevan en la conformación de un fabuloso dispositivo de recaudación ilegal de fondos provenientes de esos delitos complejos. También sería indulgente y cómplice no dar cuenta de la asociación económica a “50 por ciento y 50 por ciento” establecida entre una veintena de comisarios –siempre los mismos– y las barras bravas de los clubes más grandes de la Ciudad de Buenos Aires. Vale decir, la regulación de actividades delictivas de alta rentabilidad, las torturas y el gatillo fácil no son un monopolio de la policía bonaerense sino que también se replican sin atenuantes en el ámbito de la PFA.

Es fácil diluir responsabilidades propias cuando enfrente se tiene al tándem Macri-Fino Palacios, o cuando al lado se tiene a la dupla Scioli–Stornelli. Pero ¿dónde están las diferencias de fondos de las políticas de seguridad del gobierno nacional en relación con lo hecho por estas gestiones fracasadas? ¿Dónde quedó ese impulso reformista que, ante el “caso Southern Winds”, promovió la conformación de la primera policía nacional creada en democracia, con pleno consenso parlamentario, mando civil y controles externos? ¿En qué lugar del camino se dejó de lado aquel impulso progresista tendiente a encarar reformas y modernizaciones en los asuntos de la seguridad pública, si es que lo hubo?

También cabe preguntarse ¿dónde están las legisladores y legisladores defensoras de la “república”, que guardan un cómplice silencio ante semejante mojón autoritario moldeado por la herencia normativa e institucional de sucesivas dictaduras militares? ¿Dónde se hacen sentir los efusivos reclamos de funcionarios, dirigentes sociales y defensores de derechos humanos ante las represiones insultantes de los “federales”? ¿Acaso las ilegalidades y las prácticas abusivas de las policías “dirigidas” por los gobiernos “progresistas” no merecen el mismo repudio que sí merecen aquéllas cometidas por las policías dependientes de los gobiernos de “derecha” (Macri-Scioli)?

Todo esto constituye una fenomenal deuda pendiente de la clase política –sin ínfulas de clase dirigente– con la ciudadanía, en particular, de los políticos progresistas a los que cada vez les sirve menos la dictadura militar para ocultar sus liviandades y concesiones.

* Ex interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria.

Martes, 26 de enero de 2010 .PAGINA 12

Despropósitos

Por J. M. Pasquini Durán

Por fin, después de 45 días de intrigas y suspensos bizarros, Héctor Martín Pérez Redrado anunció en público su destino inexorable: la renuncia como presidente del Banco Central de la República Argentina. La confirmación llegó después de dos días de deliberaciones con la comisión especial que debe dar el consejo legislativo al Ejecutivo cuando se trata de remover a un director de esa banca. Es obvio que el “muchacho dorado” no consiguió la solidaridad que esperaba, un resultado que por cierto no era un misterio, ya que antes le habían soltado la mano hasta los más entusiastas defensores. Redrado jamás entendió que los opositores nunca se propusieron defenderlo sino oponerse al gobierno nacional. Tampoco ingresó en su consciente la idea principal: no podía doblarle la mano a la Presidenta. El jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, anunció anoche que el Gobierno rechazará la renuncia, porque ya lo habían cesado en sus funciones.

Durante la conferencia de prensa que ofreció al momento de anunciar la renuncia, Redrado develó algunos misterios: sólo le faltó confirmar que Clark Kent es Superman o viceversa. En la versión del ex titular del BCRA, todos los méritos económicos y monetarios de los últimos seis años se deben a su riguroso compromiso técnico-profesional. Más de una vez, contó, tuvo que ponerle límites al Gobierno para que no hagan zafarranchos. Al cabo de su relato, había caído un mito: los errores y los aciertos de la economía no se deben a Néstor Kirchner ni al matrimonio, sino al mismísimo MR.

Escuchando la versión condensada, de su propia boca, es más incomprensible aún que el episodio se haya arrastrado durante un mes y medio, con todos los perjuicios que esto significó en términos de mercado y de reputación internacional. Sólo el empecinado afán de los opositores de hacer difícil la tarea de gobierno puede explicar las solidaridades iniciales con el ahora dimitente. No escarmientan: el radical Sanz insistió en que el Gobierno debe aceptarle la renuncia, o sea renegar de su propia decisión, expresada en un DNU. Que ahora comience una puja y una escalada de pronunciamientos en los micrófonos de la radio y la TV para que acepte la dimisión terminará por agotar la paciencia popular que observa esta puja con menos interés que un teleteatro. Las encuestas indican que ha bajado la simpatía por el Gobierno y por los políticos de la oposición; todos están en caída. Este episodio debería ser superado con sencillez y dejarlo atrás lo antes posible, en lugar de prolongarlo con la tonta obstinación de molestar al otro.

Redrado terminó una semana especial puesto que se conmemoró en el mundo el Día de la Memoria, en el 65 aniversario de la liberación por las tropas soviéticas del campo de exterminio en Auschwitz. Durante más de seis décadas nadie en Alemania, civil o militar, denunció alguna humillación por el recuerdo. Por el contrario, en ese país, como en muchos otros, se realizan actos de recordación por todo lo que significa el Holocausto. En Argentina, la oportunidad tuvo un acento particular debido a que coincidió con una movida del bonaerense Eduardo Duhalde, quien entretejió la bárbara idea de que los juicios a los jefes y verdugos del terrorismo de Estado “humillaban” a las Fuerzas Armadas y que debido a los años transcurridos –la mitad de los del Holocausto– no se podía seguir marchando al porvenir con los ojos en la nuca. ¿Por qué sí pueden hacerlo los alemanes, a los que no les fue nada mal en materia de prosperidad?

La proposición reconciliatoria neomenemista, similar al indulto, de ese Corleone jubilado que trata de recuperar territorio perdido, no es fruto de la ingenuidad política o de un descarnado pragmatismo. Para su retorno Duhalde necesita mucha prensa y debió entender que para conseguirla en los mayores medios nada mejor que posicionarse en la derecha dura contra el Gobierno –en este caso contra las políticas sobre derechos humanos– para obtener a cambio buenos espacios que lo ubiquen en la atención pública. Si continúa buscando ese tipo de publicidad, a lo mejor este fin de semana se despacha con una diatriba moralista sobre las especulaciones acerca de los efectos afrodisíacos de los alimentos.

Si la prensa que presume de sesuda y seria le ha dedicado columnas con comentarios y opiniones de especialistas para desmentir una trivialidad del discurso presidencial durante mitines respectivos con criadores de cerdos y de pollos, los políticos podrían sumarse a la caravana de opinadores sobre los humores de doña Cristina. Habría que advertirles a ciertos opositores para que vayan preparando posiciones alrededor de la tanga, porque fuentes cercanas a la Casa Rosada estiman que la Presidenta podría hablar de lencería en cualquier momento. Es lógico que la prensa siga al detalle los mensajes presidenciales, pero no hay ninguna necesidad de magnificar los espacios de trivialidad a los que tiene derecho hasta una jefa del Estado. En todo caso, si hay que ocuparse de los consejos para consumir cerdo y pollo, habría que pensar que las exhortaciones llegan en momentos de una desorbitada alza de precios de la carne vacuna. “El campo” ya no puede realizar concentraciones multitudinarias, pero no se rinde, igual que el enmascarado solitario, y presiona sobre el ánimo público para que sigan enojándose con el Gobierno. De paso, hacen unos pesos más.

Los precios de la carne vacuna son utilizados por los economistas que vaticinan el infierno mientras gobierne el populismo para confirmar sus pronósticos, como lo hacen con regularidad en cada comienzo de año. Otros, en cambio, invitan a subir hacia nuevas prosperidades porque, aseguran, lo peor de la crisis mundial ya pasó. La realidad tendrá algo de ambos, pero las visiones más confiables hablan de un progreso en ascenso moderado. Es bueno pero no es bastante para el que nada tiene o quiere vivir un poco mejor. Haría falta una empresa que vuele más alto que un pollo o que un buitre. Diputados con sensibilidad social han propuesto, por ejemplo, rearmar la red ferroviaria en todo el país, un proyecto integrador, que movilizaría desde mano de obra hasta entusiasmos diversos a lo largo y ancho del territorio nacional.

Puede ser ése o cualquier otro de similar audacia y movilización, pero esta sociedad necesita un golpe de confianza, una razón para creer, un interés que quiebre la indiferencia y también que retome el diálogo entre política y sociedad. De otro modo, el cinismo ganará todas las batallas. Serán siempre poco efectivas hasta las mejores iniciativas oficiales, como la asignación por hijo, a los efectos de recuperar la fe cívica que se ha perdido.

Por desgracia, para esta inmensa tarea poco cuentan los opositores, por lo menos aquellos que manejan las mayores influencias. El sociólogo y analista político Manuel Mora y Araujo escribió sobre las características de los opositores: “... liderazgos personalistas, carencia de organizaciones partidarias nacionales, falta de proyectos políticos alternativos”. Para abundar, agregó: “El lugar de la UCR como partido alternativo fue ocupado por dirigentes sin partido, en muchos casos verdaderos destructores de organizaciones –inclusive de las creadas por ellos mismos– y en otros casos convencidos de que sus atributos mediáticos bastan para generar ofertas políticas sustentables” (en Cuadernos Argentina reciente N° 7, dic. 2009). Como la inteligencia y el sentido común no les deben faltar, todos deberían reflexionar sobre los despropósitos que implicó una aventura como la del ex titular del BCRA, antes de iniciar la próxima.

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domingo, 24 de enero de 2010

Banana Republic

El Gobierno adjudica la virulencia del conflicto político a los impulsos destituyentes del establishment, mientras la oposición acusa al estilo oficial. Aunque estas dos miradas no son excluyentes, puede intentarse otra que pone el acento en las crisis estructurales que sacudieron al país en la última década.

Por José Natanson

La escena conmovió a las almas institucionalmente sensibles. En la noche de la elección chilena, cuando el recuento de votos había confirmado el triunfo irreversible de Sebastián Piñera, el oficialista Eduardo Frei se acercó, rodeado de su familia, al comando electoral opositor, donde felicitó al ganador y le deseó buena suerte. Al día siguiente, siguiendo una vieja costumbre, la mismísima Michelle Bachelet desayunó con Piñera en su elegante casa de Las Condes. Y no fue el único episodio de convivencia política de los últimos tiempos: el 5 de octubre pasado, en plena campaña por las presidenciales de Uruguay, Tabaré Vázquez encabezaba la inauguración del nuevo aeropuerto de Montevideo, en un acto formalísimo del que participaban legisladores, jueces y políticos, cuando, sin que nadie lo previera, ya con la tijera en la mano, le pidió al ex presidente Jorge Batlle, en cuyo mandato habían comenzado las obras, que le hiciera el honor de subir al palco y cortar la cinta.

Al mismo tiempo, pero en otro lugar de la galaxia, oficialistas y opositores daban nuevas muestras de falta de cooperación. Anunciado el 14 de diciembre pasado, el Fondo del Bicentenario derivó en una escalada mayúscula, absurda pero no asombrosa: ahí está el recuerdo del conflicto del campo, cuyos efectos aún se sienten.

Como en tiempos de la 125, el problema no parece tanto la medida en sí como la forma en que fue anunciada, implementada y recibida. En el caso del conflicto del campo, se trataba de un aumento de las retenciones, enojoso para los productores pero no letal desde el punto de vista de su supervivencia, que luego fue corregido en sus aspectos técnicos (el achatamiento de la curva) y perfeccionado en el Congreso, con beneficios para los pequeños productores. Meses después, cuando se desató la crisis mundial y bajaron los precios de los alimentos, la idea no parecía tan mala: de hecho hubo momentos en que los productores, incluso los grandes, habrían salido beneficiados si se hubiera aprobado el proyecto original. Como la 125, el Fondo del Bicentenario es una medida discutible pero no extravagante –incluso los economistas más ortodoxos admiten que hay reservas de sobra– en el marco del nada revolucionario plan de Amado Boudou de volver a los mercados internacionales de capitales.

¿Cómo se explica entonces la situación actual? Una primera mirada, más coyuntural, apunta al mix explosivo de los problemas de gestión política del Gobierno con los ánimos rupturistas de la oposición. El oficialismo, en efecto, ha mostrado una obstinada resistencia al retroceso táctico, como si cualquier paso atrás implicara la claudicación de toda una gesta: ante las primeras señales de resistencia de Redrado, decide echarlo; y frente a la noticia del atrincheramiento, sorprende con un súbito DNU de expulsión. Cuando la oposición señala la necesidad de convocar a la comisión que debe aconsejar sobre el tema, argumenta que todavía no estaba conformada, con lo cual la cuestión se interna en la madeja judicial, que oficialistas y opositores enredan con recursos y apelaciones. Recién trece días después, el miércoles pasado, Cristina anuncia la convocatoria a la comisión.

Igual de emocional que la del oficialismo, la reacción opositora fue cerrar filas en torno del presidente del Banco Central, pese a la antipatía que genera y el reconocimiento de los riesgos de desgobierno económico que implica que la autoridad monetaria no responda a la autoridad política. Recién ahora algunos líderes opositores han comenzado a tomar distancia.

Pero el objetivo de esta nota no es narrar los últimos sucesos –que esta semana tuvieron un nuevo capítulo con la disputa con Julio Cobos– sino indagar las razones profundas de tanta discrepancia. Y aunque los últimos años han sido pródigos en episodios de esta naturaleza, quizás sea útil recordar que no siempre fue así, que no siempre oficialistas y opositores se enfrentaron con saña autodestructiva. Hubo, de hecho, algunos momentos de cooperación, en algunos casos no tan lejanos.

En el final del alfonsinismo, la renovación peronista liderada por Antonio Cafiero operó como un poderoso sostén del gobierno ante los alzamientos carapintadas, frente al silencio e incluso las negociaciones subterráneas de los sectores más conservadores. Más tarde, en contraste con los sindicatos, que asumieron posiciones mucho más duras, el cafierismo contribuyó a la aprobación de algunas medidas económicas desesperadas del último tramo alfonsinista.

En 1989, luego de la entrega anticipada del poder, los bloques del radicalismo acompañaron en el Congreso durante seis meses, hasta que se produjo el recambio legislativo, la sanción de las leyes reclamadas por Carlos Menem, incluyendo la Ley de Emergencia Económica y de Reforma del Estado.

Durante la gestión de la Alianza, en un clima de crisis inminente, el peronismo se comportó, al menos en el Congreso, de manera claramenente constructiva, contribuyendo a la aprobación de los proyectos que De la Rúa consideraba cruciales para sostener la gobernabilidad: el Senado votó por 50 votos a 6 el impuesto a las transacciones bancarias, facilitó el quórum para la sanción de la Ley de Déficit Cero (que implicó un recorte brutal a jubilaciones y salarios estatales) y hasta ayudó a reunir los votos para aprobar los poderes especiales a Domingo Cavallo.

Pero el período más claro de cooperación interpartidaria fue el de Eduardo Duhalde, elegido en la Asamblea Legislativa del 2002 por 262 votos a favor, 21 en contra y 18 abstenciones. Todo su gobierno fue un ensayo de presidencialismo parlamentarizado, tal como describe Fabián Bosoer en su provocador artículo sobre la flexibilidad de los presidencialismos latinoamericanos (“El autorrescate de las democracias latinoamericanas. Una hipótesis sobre la eficacia del componente parlamentario”, Flacso). En un clima de furia popular, marcado por el ascenso de fulgurantes nuevas estrellas (Luis Zamora y Elisa Carrió, en lo más alto de su fase antisistémica) y propuestas refundacionistas como la de José Nun (que sugirió sancionar una nueva Constitución bajo la idea de un “nacionalismo sano”), la clase política cerró filas en torno al frágil gobierno de Duhalde, que se sostuvo gracias al apoyo del peronismo (incluyendo al menemismo, que buscaba la finalización del mandato que habilitara una nueva candidatura de su líder), el radicalismo encabezado por Raúl Alfonsín y un sector del Frepaso.

El contraste con la conflictiva situación actual es claro. A la vista de los últimos acontecimientos, pareciera como si el ciclo kirchnerista hubiera implicado el quiebre de las instancias de cooperación política, lo cual puede interpretarse de dos maneras. Desde el punto de vista oficial, la alta conflicticidad actual es el resultado inevitable del ímpetu transformador del Gobierno, cuyas políticas de cambio profundo generan enemigos enconados, crean fuertes líneas de resistencia y polarizan el clima político. Esa es, grosso modo, la tesis destituyente de Carta Abierta, una versión actualizada del viejo refrán español acerca de la tortilla y los huevos. Desde la oposición, en cambio, se apunta a la prepotencia oficial y al estilo autoritario del Gobierno como la causa básica del conflicto. Ambas hipótesis no son excluyentes.

Pero también es posible arriesgar una mirada más estructural. En el 2001, entre cacerolas y piquetes, el sistema político argentino voló por los aires y, aunque luego se recompuso, lo hizo sobre bases muy diferentes. Miremos si no sus dos grandes integrantes: el radicalismo desapareció de escena durante un tiempo, luego se revitalizó con la candidatura de un peronista (Lavagna) para luego apostar a la figura del... vicepresidente de Cristina Kirchner. El peronismo logró preservarse pero bajo la forma de divisiones y recomposiciones permanentes, en una articulación mutante de caciques provinciales y fragmentos de estructuras. En el camino, algunos de los líderes más taquilleros del país (Macri, De Narváez, Carrió) crearon “partidos personales”, en alianzas de conveniencia con las fuerzas tradicionales o porciones de ellas. Hoy el peronismo y el radicalismo sobreviven como identidades difusas que pueden ser representadas por el candidato oficial del partido tanto como por un emigrado o un inmigrado o un outsider.

Esto ayuda a explicar el exceso de voltaje. En general, los sistemas políticos institucionalizados, con partidos orgánicos y disciplinados, tienden a morigerar o al menos encauzar el conflicto político. El partido que hoy está en la oposición puede ser gobierno en el siguiente período y el que está en el Gobierno sabe que en algún momento será corrido al otro lado del mostrador. Esto genera incentivos para la negociación y el acuerdo y crea una dinámica política más centrista, que reduce las tentaciones mayoritaristas, del ganador se lleva todo, y da como resultado cambios más moderados, más negociados y a menudo más permanentes. En un sistema de este tipo, previsible y de baja volatilidad, los equilibrios interpartidartios se reflejan en sistemas institucionales más balanceados, que imponen límites al decisionismo y la concentración de poder (que, contra lo que postulan las miradas más simplistas, es menos el resultado de una personalidad política que el efecto de un sistema institucional).

En este marco, la tesis de esta nota es que la dinámica centrífuga de la política argentina se explica no sólo por el estilo autoritario del oficialismo o el empedernido obstruccionismo opositor, sino por la desarticulación partidaria y el trauma institucional generado por la crisis del 2001, cuyos efectos perduran.

Pero es necesario también matizar las cosas. Es cierto, por supuesto, que los sistemas políticos institucionalizados tienen obvias ventajas en términos de estabilidad y paz, pero también es verdad que generan riesgos. El primero es la oxidación, la tendencia a la oligarquización de la élite política y su autonomización respecto de las demandas sociales, como si de tan orgullosos perdieran las antenas para escuchar a la sociedad: el mejor caso es el de la Venezuela pre Chávez, el sistema político más estable de América latina, medio siglo de bipartidismo perfecto, con dos fuerzas orgánicas que se alternaban en el poder hasta que un día todo estalló en mil pedazos. El segundo riesgo, concomitante con el anterior, es la parálisis: el hecho de que los presidentes democráticos chilenos hayan convivido durante diez años con Pinochet como jefe del Ejército, o que el país se rigiera hasta el 2005 por la Constitución de la dictadura, son muestras de los límites derivados de este tipo de diseños institucionales (y la contracara de las escenas descriptas en el comienzo de esta nota).

Y es que el sistema político y aun el institucional necesitan cambiar cada tanto si quieren seguir expresando los valores e intereses sociales: no existe ningún diseño perfecto, aunque al leer las noticias de los últimos días uno tenga la sensación de que Argentina se sitúa en un piso de civilización política inferior al de sus prolijos vecinos del Cono Sur.

Puñales

Por Santiago O’Donnell

Es verdad, Chile dio al mundo un ejemplo de transparencia y convivencia política en las elecciones del domingo pasado. Pero cuando se apagaron las cámaras empezó un festival de puñaladas en la espalda entre los líderes de la Concertación. No bien Eduardo Frei había terminado de admitir su derrota, el ex presidente Ricardo Lagos dio inicio a las hostilidades al tomar el micrófono para decir que el pueblo chileno había hablado y había que dar paso a la nueva generación. El discurso no le cayó nada bien a Frei y al eterno presidente del partido socialista, Camilo Escalona, ni a la presidenta Michelle Bachelet, que fue la principal sostenedora de Escalona contra los embates del ex socialista Marco Enríquez-Ominami durante la campaña presidencial. Lagos es el referente del PPD, uno de los partidos chicos de la Concertación, junto con el Partido Radical. Y en las filas del PPD se alistan dos de las principales figuras de la “nueva generación”, la jefa de la campaña Carolina Tohá y el senador Ricardo Lagos Weber, hijo del ex presidente.

Esa noche se sumó a la refriega el presidente del partido demócrata cristiano, Juan Carlos Latorre, el partido de Frei, que culpó por la derrota a su principal socio en la Concertación, el Partido Socialista. Latorre dijo que las candidaturas de los ex socialistas Jorge Arrate por el Partido Comunista y Marco Enríquez-Ominami como independiente, habían dividido el voto de la Concertación en favor del ahora presidente electo Sebastián Piñera, el candidato de la derecha unificada. Como que los socialistas no habían podido contener a sus propios cuadros y disciplinarlos detrás del candidato consensuado por todos los partidos de la Concertación.

La evaluación de Latorre estaba cargada de cinismo. Es cierto, el Partido Socialista no había podido contener a Arrate y a Enríquez-Ominami, justamente por no permitirles presentarse en una elección primaria contra Frei, el candidato demócrata cristiano, para dirimir la candidatura de la Concertación. Y no los dejaron presentarse precisamente para evitar una fractura en la Democracia Cristiana, que venía muy golpeada después de perder dos internas consecutivas contra candidatos socialistas. Si ganaban la interna otra vez los socialistas, el miedo era que la mitad de la Democracia Cristiana se mudara a la coalición de la derecha.

Después saltó a la refriega José Antonio Gómez, ex presidente del Partido Radical, el otro partido chico de la Concertación. Gómez dijo que la culpa la tenían los jefes de la Democracia Cristiana, el socialismo y el PPD porque aceptaron que el candidato se elija a dedo. Los radicales, en cambio, se habían opuesto y habían conseguido una “preprimaria” en la que su candidato había sido fácilmente derrotado. La “autocrítica” de Gómez era no haber luchado lo suficiente por sus ideas. Cuando renunció a la presidencia de su partido en plena campaña de ballottage, con la esperanza de que los demás presidentes lo imitaran para dar paso a la tan reclamada “renovación”, sólo lo siguió Pepe Auth, presidente del PPD. En cambio, los dinosaurios Escalona y Latorre, los de los partidos grandes, los que realmente importaban, se atornillaron a sus sillones y siguieron ahí, como un lastre, durante toda la campaña. Hasta el día de ayer, cuando finalmente renunciaron (a Latorre la DC le rechazó la dimisión)..

A las críticas de Gómez se sumaron las del presidente interino que lo había reemplazado, Fernando Meza, quien le apuntó los cañones directamente a la presidenta Bachelet y su ministro de Economía Andrés Velazco, las figuras políticas con el más alto índice de aprobación de Chile. Según Meza, Bachelet tardó demasiado en alinearse detrás de Frei y Velasco tendría que haberles aumentado el sueldo a los maestros en vez de ahorrar tanto y dejarle a Piñera el aumento servido en bandeja.

Acto seguido el diputado Meza tuvo la delicadeza de pactar un acuerdo parlamentario con la derecha a espaldas de los popes de la Concertación, ganándose el mote de “traidor” de toda la Concertación. El escándalo obligó a Meza a renunciar a su cargo partidario y abortó el acuerdo para rotar la presidencia de la Cámara Baja entre los radicales y los partidos de la coalición de la derecha.

Todos esos reproches y pases de facturas demuestran la dificultad para absorber una derrota que a todas luces fue autoinflingida. Los chilenos estaban más que conformes con las políticas públicas de los gobiernos de la Concertación, con el manejo de la economía. Perdieron porque los cuatro presidentes de los partidos, cuatro iluminados, decidieron elegir el candidato de la Concertación en vez de dejar esa elección en manos de la gente, por temor a que la gente se equivocara. Y se equivocaron ellos porque eligieron un candidato “fome”, como dicen los chilenos, para colmo una figurita repetida. A los chilenos no les gustó el candidato y tampoco la forma en que lo eligieron, y no lo votaron. Encima los excluidos se presentaron por afuera y sus críticas a la Concertación fueron capitalizadas por la derecha en la segunda vuelta. Es cierto lo que dice Atilio Boron que al parecerse tanto Frei a Piñera fue más fácil para los votantes pegar el salto, pero no fue la ideología el causal de la derrota. Es más, los votantes de izquierda, los que más podrían disentir con el perfil socialdemócrata de Frei, fueron sus votantes más fieles. Los que se fueron, liberales, independientes, centristas, lo que sea, se fueron no por ideología sino por desacuerdos con una cultura política que consideran anquilosada y anticuada.

Piñera no tuvo que hacer demasiado, más allá de despegarse del legado de Pinochet, unificar a la tropa detrás de su candidatura, repetir la palabra “cambio” cada vez que abría la boca y hacer la plancha mientras la Concertación se enredaba en sus propias telarañas. Piñera no era un candidato invencible ni mucho menos. Ya había perdido en la elección anterior contra Bachelet por un margen importante. Y encima viene a representar al neoliberalismo en plena crisis del neoliberalismo ante un electorado que venía votando centroizquierda desde que le devolvieron el voto. Su encanto radica en que es el más argentino de los candidatos chilenos. En una sociedad ordenada y estructurada por demás, Piñera es el vivo, el piola, el tipo que se hace millonario con un negocio que no se le ocurrió a nadie, que juega siempre al límite de lo legal, que se come multas por usar información privilegiada en la compraventa de acciones. Un tipo que toda la vida se dedicó a la especulación, tanto política como financiera, y que se vende como emprendedor. Un díscolo, un rebelde entre los políticos de la derecha, que se da el lujo de diferenciarse en temas progre como el matrimonio gay porque es dueño de medio país y tiene plata para armar equipos de campaña y controla medios de comunicación y es el dueño de Colo Colo. Un tipo con algunas cualidades que muchos chilenos admiran, pero al que nadie considera un estadista o una autoridad moral. No lo votaron por sus ideas. Ya intentó meter mano en Codelco, la minera estatal, con una modesta inyección de capital privado, pero se chocó contra una pared. Ya tuvo que prometer que no va a tocar la red social que armó la Concertación. Ya tuvo que reconocer que Bachelet hizo una gestión “excelente” y que él no se va a apartar mucho de esa línea.

Entonces es más difícil digerir la derrota y por eso los puñales están a la orden del día. Todo muy lindo con el traspaso ejemplar. Pero la derrota de la Concertación, cuando tenía todo para ganar, dejó otro mensaje para el mundo y sobre todo para sus vecinos.

Porque el problema no estuvo en la ideología, ni en la economía, ni en la gestión.

Parafraseando a Bill Clinton: es la participación, estúpido.

sodonnell@pagina12.com.ar

jueves, 21 de enero de 2010

Viejos rencores

Por Juan Gelman
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No hay palabras para abarcar la espantosa tragedia que vive el pueblo haitiano. Algunos predicadores evangelistas estadounidenses creen que sí. El muy radiotelevisivo Pat Robertson es uno de ellos. Atribuyó la catástrofe “a algo que sucedió en Haití hace mucho tiempo, de lo que la gente tal vez no quiere hablar”: “un pacto con el diablo” (//edition.com.cnn, 13-1-10). Impertérrito, Paterson recordó que bajo la férula francesa “ya saben, Napoleón III y demás, los haitianos se reunieron y cerraron un pacto con el Diablo. Dijeron: ‘Te serviremos si nos liberas de los franceses’. Pasó de verdad. Y el Diablo dijo ‘OK, trato hecho’”. No es fácil pensar al Diablo diciendo OK y el predicador se equivocó de Napoleón. En fin, lo imaginativo no quita lo ignorante.

El pastor baptista de la parroquia Buena Park, Wiley Drake, que el año pasado aconsejó rezar por la muerte de Barack Obama, acompañó los dichos de Paterson aunque con más cautela. No sabía si Dios trajo ese terremoto o no, pero aseveró que “las desgracias del país, su extrema pobreza, la turbulencia política constante y la frecuencia de los desastres naturales podrían ser la consecuencia del pacto con Satán” (//totalbuz zofreedomblogging.com, 18-1-10). Hubo pacto, entonces. Los esclavos de Haití comenzaron su rebelión contra el dominio francés en 1791 alentados por el grito de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y por los vientos que llegaban del Norte con la revolución de las colonias británicas. De estas paradojas se alimenta la Historia.

Napoleón, el primero, el único, intentó aplastar un alzamiento provocado por la explotación extrema de miles de aborígenes africanos que, sometidos a un régimen brutal y obligados a servir tres años en una milicia dedicada a ejecutar a los prófugos, producían hacia el 1700 casi la mitad del café y del azúcar que consumía Occidente. Eran mano de obra esclava hasta el fin de sus días. Desde 1787 llegaban cada año más de 40.000 oriundos del Africa subsahariana y maduró la rebelión a un costo humano no calculado todavía.

El emperador fue derrotado dos veces por las tropas rebeldes comandadas por el general autodidacto Toussaint Louverture y la rebelión culminó en 1804 con la Declaración de la Independencia de Haití, la segunda en el continente americano y la primera en la Historia de esclavos que abolieron la esclavitud. Las afirmaciones de Paterson y Drake parecen un remedo tragicómico de las relaciones entre Napoleón y Thomas Jefferson, el tercer presidente de EE.UU.

La rebelión negra en Haití despertó las simpatías del American Federalist Party y de uno de sus principales arquitectos, Alexander Hamilton. Pero no todos los Padres Fundadores acompañaban ese sentimiento: Thomas Jefferson era dueño de tierras cultivadas por 180 esclavos, de las que nació su poder económico y político, y temía que cundiera el ejemplo haitiano. Apenas asumió la presidencia en 1801 fue secretamente sondeado por emisarios de Napoleón, quienes le pidieron que avituallara a las tropas francesas que navegaban hacia Santo Domingo para aplastar la rebelión negra.

Jefferson tenía el mismo deseo y abasteció a la flota del emperador y a sus hombres, aunque se mantuvo neutral porque tuvo indicios de que el plan de Napoleón no terminaba allí: pretendía establecer una prolongación del imperio francés en territorio estadounidense con centro en Nueva Orleans y colonizar la vasta región al oeste del Mississippi en su poder. Los reveses napoleónicos terminaron con el proyecto: Francia se retiró de Haití y vendió a EE.UU. Nueva Orleans y la Luisiana. Jefferson nunca reconoció un hecho que el catedrático John Chester Miller, de la Universidad de Stanford, subraya: “Con su larga y dura lucha, los negros de Santo Domingo coadyuvaron a que EE.UU. pudiera duplicar con creces su superficie” (The Wolf by the Ears: Thomas Jefferson and Slavery, University of Virginia Press, 1991).

El presidente Obama, al anunciar el envío de asistencia realmente masiva a Haití, incluidos 100 millones de dólares y 10.000 efectivos para garantizar la seguridad, señaló “una larga historia vincula a nuestros dos países”. No precisó en qué consistía: más que estar con Haití, EE.UU. estuvo en Haití, la ocupó militarmente de 1915 a 1934 agravando su miseria. También se ocupó de Haití. En el 2004, el presidente haitiano Jean-Baptiste Aristide fue derrocado por paramilitares que ingresaron a Haití desde Santo Domingo. Una docena de sus jefes habían sido entrenados durante años por las Fuerzas Especiales estadounidenses basadas en Ecuador (www.nydailynews, 24-2-04). Y luego: un alto funcionario de la embajada de EE.UU. visitó a Aristide para asegurarle que lo iban a matar, que era mejor que se fuera “para evitar un derramamiento de sangre”, al mismo tiempo que la Casa Blanca emitía una declaración culpándolo de contribuir “a la honda polarización y a la violencia imperantes” porque “no había observado los principios democráticos” (www.america.gov, 28-2-09). Al día siguiente, el mandatario depuesto abandonaba Port-au-Prince escoltado por militares norteamericanos. Parece que Aristide, ex sacerdote católico, no había pactado con el Diablo.

sábado, 16 de enero de 2010

PRACTICOS, ILUSOS Y PREHISTORICOS

Sábado, 16 de enero de 2010 PAGINA 12

Prácticos, ilusos y prehistóricos

Por Osvaldo Bayer

Desde Bonn, Alemania

Toda otra información pasa a segundo plano después de la gran tragedia de Haití. Nos demuestra qué solo y desamparado puede quedar el ser humano ante las desconocidas fuerzas de la naturaleza. ¿Cómo fue posible no poder prevenir algo así? Una vez más cobra una actualidad sin discusión aquella pregunta de los sabios pacifistas que se interrogaban: ¿por qué el ser humano es tan perverso hasta llegar en su perversidad al propio suicidio no esperado? Claro, si ese ser humano durante toda su historia hubiese gastado todas sus riquezas y búsquedas en la ciencia y no lo hubiera desperdiciado en guerras, matanzas, fabricación de armas, métodos de dominio del uno sobre el otro, sí, de haber dedicado todos sus esfuerzos a la búsqueda racional de defender la vida y no de jugar con la muerte, es muy posible que ese ser humano hubiese llegado a saber ya de dónde provenimos y cuáles son los peligros que nos acechan en una naturaleza no cuidada, regulada. Es decir, buscar todas las formas de defender la vida a través de eso tan maravilloso que es la ciencia. Claro está, cuando se la emplea para la vida y no para la muerte.

Y esa eterna polémica perdura en la Alemania de hoy. En nuestra última nota desde Bonn explicamos el drama del Kundus. Allí, el ejército alemán que colabora con el de Estados Unidos en la ocupación de Afganistán cometió una agresión que no tiene disculpas. Se atacó un “objetivo militar” desde el aire que costó la vida de 140 civiles afganos, casi todos mujeres y niños. Ante esa matanza, sin ninguna explicación, los sectores de la sociedad alemana que están en contra de la intervención estadounidense en Afganistán y, más todavía, de la colaboración alemana en ella, iniciaron un debate que dura hasta hoy y en el cual ya participan hasta las iglesias. La primera en salir al cruce de los hechos fue la titular del Obispado de la Iglesia Evangélica de Hannover, doctora Kässmann, quien destacó que se había tratado de un crimen de lesa humanidad y que Alemania debía retirar de inmediato sus tropas de ese país asiático. Las estadísticas oficiales señalan que Alemania tiene 7200 soldados en el exterior –como aliado de Estados Unidos– y que 83 de ellos han muerto. Por supuesto, las estadísticas no hablan de las víctimas, de cuántos afganos fueron muertos por soldados germanos.

Después de la matanza de Kundus, el gobierno alemán de la democristiana Angela Merkel resolvió pagarles una indemnización a los familiares de los muertos. Pero hay que comprender de una buena vez que con dinero no se pagan las culpas. La vida de un niño o la de una madre no pueden cotizarse en euros. La vida no se paga con un pedido de disculpas, ni con billetes. La religiosa evangélica Kässmann lo dijo bien claro: “Nosotros necesitamos más fantasía para lograr la paz no mediante la guerra”. Por supuesto, de inmediato salió a la palestra el cardenal Meisner de la Iglesia Católica, tomando partida por el ejército. El diario General Anzeiger dedica su título de tapa de ayer a este tema: “Meisner: solidaridad con los soldados”. Y el subtítulo lo dice todo: “El arzobispo de Colonia justifica la intervención del ejército alemán en Afganistán”. Al referirse a la matanza de civiles de Kundus, dijo el cardenal católico: “Se trató de un accidente trágico. Pero para impedir algo peor, el empleo de las armas como última ratio es justificable”. Ante tal respuesta tal vez sólo quepa ponerse a rezar. Obispo de Colonia, la catedral más antigua de Europa.

El cardenal reconoció que hay menos católicos en Alemania que hace veinte años: “También menos sacerdotes, menos niños, menos matrimonios y menos dinero para la Iglesia”. Los diarios han traído la noticia de que en Austria, durante el año 2009, 53 mil católicos dejaron de pagar su aporte a la Iglesia Católica, es decir, abandonaron esa religión. Por su parte, el obispo católico de Tréveris señaló sobre el retiro de soldados alemanes de Afganistán: “Debo decir que, a corto plazo, ese retiro no tiene sentido. El empleo de las armas bajo determinadas condiciones puede ser en este caso el mal menor”. Y luego aclaró: “Yo, como obispo, no tengo el derecho ni el deber de resolver el envío de tropas, eso lo tienen que hacer los políticos de acuerdo con su conciencia y su saber”.

La discusión de siempre. La paz eterna soñada por Kant nunca se ha logrado. Más todavía: ahora en los ejércitos del mundo hay mujeres. Los seres que traen la vida al mundo se visten de soldados y llevan armas. También hay mujeres soldados (o “soldadas”, ¿cómo es lo correcto gramaticalmente en este nuevo término? Tal vez soldadas, porque así significa que quedan “soldadas” al sistema). Actualmente prestan servicio en el ejército alemán 17 mil soldadas. Hay ya compañías de soldados con dirección femenina de oficialas y suboficialas. También hay pilotos mujeres (o pilotas) que conducen aviones de bombardeo y cazas. Más de 380 soldadas prestan servicios en misiones en el exterior. Todo comenzó cuando la joven Tania Kreil inició un juicio contra el Estado porque no se le permitía entrar en el ejército por su condición de mujer. Es que la propia Constitución negaba el servicio de las armas a la mujer. Tania Kreil entonces invocó los principios defendidos por la Unión Europea sobre la igualdad de mujeres y hombres. Finalmente triunfó, ya que se debió cambiar ese texto y permitir el servicio de las armas también para las mujeres. Y hoy conforman el 9 por ciento de las tropas con armas, y el Ministerio de Defensa ha señalado que, como el interés de las mujeres aumenta, muy pronto llegarán a ocupar un 15 por ciento de las fuerzas armadas.

La realidad difiere de los sueños. Si uno piensa en cuántas mujeres pacifistas perdieron la libertad durante las guerras por pedir por la vida de sus hijos y hermanos, y ve finalmente estos resultados, no puede dejar de pensar sobre las fantasías de la realidad. Ni el cine se atrevió a crear escenas donde aviones de caza conducidos por mujeres luchan entre sí, o que una escuadrilla de bombardeos conducida por pilotas destruyen barrios enteros de población civil.

Con toda admiración, el presidente del Partido Social-Cristiano de Baviera, Horst Seehofer, expresó ante la radio con voz engolada: “Ellas exponen sus cabezas por no-sotros”.

Tal vez deberíamos contar con un Dostoievski o con un Tolstoi para describir ciertas realidades actuales. Por ejemplo, un diálogo entre soldadas después de una misión de guerra. ¿Emplean el mismo idioma que los hombres?

Lo describimos porque es una realidad que se da en Alemania, pero también en todo el mundo. Los seres humanos hemos sido capaces de llevar a los seres que traen la vida a jugar también con la muerte.

Los pacifistas. Recorro un libro con sus rostros. Tengo ganas de acariciarlos, de besarlos. Pero si alguien me viera, tal vez comentaría: “Este tipo es un prehistórico”.

Aunque ante las realidades actuales no hay que rendirse. Un ejemplo claro de todo eso es la lucha inequívoca que llevan a cabo las organizaciones de defensa de la naturaleza. En todo el mundo. No hay excepciones. Y también los investigadores de la verdadera historia, que en un trabajo de hormiga van colocando uno tras otro los ladrillos que explican el porqué de todas las tragedias humanas. Por ejemplo, en Alemania acaba de aparecer un profundo estudio de la historiadora Antonia Leugers titulado: “Los jesuitas en el ejército de Hitler. Legitimación de la guerra y experiencia militar”. Con toda la documentación de los archivos eclesiásticos e intercambio de cartas entre las máximas autoridades de la Iglesia Católica. Además trae los nombres de los sacerdotes jesuitas que sirvieron en las tropas del nazismo, en especial en la guerra contra el comunismo soviético. El concepto de ellos era que, con la derrota del comunismo, renacieran las instituciones cristianas en Rusia y, en especial, lograr la unidad entre la Iglesia Católica Romana con la Ortodoxa Rusa. En el estudio se trasunta también el profundo odio antijudío de los representantes católicos. Toda esta documentación tendría que servir para una profunda autocrítica de la Iglesia Católica actual que, como se sabe, trata de hacer todo lo contrario: volver a poner en primer lugar al papa Pío XII y nombrarlo “santo”, pasando por alto el apoyo de ese papa al fascismo italiano y principalmente al fascismo español de Francisco Franco, además de las buenas relaciones entre la Santa Sede y el nacionalsocialismo alemán.

Con esto se comprende por qué nuestras últimas generaciones aprendieron poco de las últimas guerras genocidas y del poderío económico que sigue dominando el mundo a través de la violencia, que ya apenas si se disimula.

Hasta ahora la ciencia ha servido a los poderes de turno y a su búsqueda de dominio. Ojalá que una tragedia como la de Haití nos lleve a pensar que el único camino es el de la racionalidad. Y el primer paso a la racionalidad es la búsqueda de la paz y el entendimiento recíproco entre los pueblos para asegurar la vida, no con uniformes, ni balas, sino con la mano abierta de la paz, para lo cual hacer uso de la ciencia y avanzar con ella para resolver los problemas que cada día pueden asaltar a la humanidad.