sábado, 13 de diciembre de 2014

derechos humanos y democracia

Nabo frito

Por Luis Bruschtein

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El ajetreo electoral es intenso, por momentos caótico, con metas cambiantes, candidatos todavía en prospecto y otros fugaces, pero se sucede a la velocidad de la luz porque hay un clima de incertidumbre alimentado porque ninguna boleta llevará el apellido Kirchner. Los candidatos ensayan estrategias y outsiders inesperados intentan pescar en el revuelo. El Nabo Barreiro tiene tendencia a la verborragia y la figuración. Su intento patético de torturador travestido en prócer victimizado funcionó a la salida de la democracia, fue el disparador del levantamiento carapintada que le manoteó a la Justicia la ley de Obediencia Debida. Casi treinta años después la misma actuación debería causar indignación o vergüenza ajena. Pero aparece en medio del jaleo del kirchnerismo y el antikirchnerismo enfrascados en dilucidar futuros próximos y lejanos. Da señales contradictorias. Ofrece información sobre secuestros y torturas y después dice que nunca existieron. Se queja de que Cristino Nicolaides haya ordenado destruir toda la información que le hubiera servido para demostrar lo que dice, pero si la tortura y los secuestros no existieron, no se entiende la orden de Nicolaides.
No es que el Nabo sea inteligente, pero es un ex oficial de inteligencia, era el jefe de los torturadores-interrogadores de La Perla, sabe embarrar la cancha, aprovechar debilidades, engrosar dudas, crear falsas expectativas. Habla entre mentiras y verdades, construye un discurso que busca sondear a la sociedad. En psicología se lo define como “psicopatear”, que en criollo sería algo así como “patear la cabeza” a la sociedad. El torturador es un psicópata, que no es lo mismo que loco. La diferencia con otras patologías es que el torturador es irrecuperable, la tortura destruye también al torturador, no tiene retorno, sabe la diferencia entre el bien y el mal y la usa a su antojo, es esencialmente un amoral.
El torturador busca extraer información de su víctima, necesita quebrar su voluntad, romper su moral. La pregunta es cuál es la información que Barreiro trata de extraer de la sociedad en este contexto de agitación, de expectativas exacerbadas por un año electoral. La pregunta entonces también es cuál es la moral de la sociedad, cuál es la firmeza de su voluntad, si es que existe en forma unívoca, o mayoritaria o sólo minoritaria. La pregunta es si está incorporado ya como moral y voluntad de esta nueva democracia que el torturador debe ser castigado, separado del resto de las personas y que no cumplió con ningún deber.
Quizá se trate del acto solitario de un patán. Pero es un patán que representa un sentido común que fue muy extendido en el país durante muchos años, incluso después de la dictadura. Junto con Seineldín, Barreiro fundó la Logia Integralista de militares de ultraderecha, después fundó el Modin con Aldo Rico y más tarde participó en la campaña de Carlos Menem. Algunas de sus víctimas, sobrevivientes de La Perla, recuerdan que se autodefinía como antisemita y peronista de ultraderecha. Como buen nacionalista de derecha, eligió Estados Unidos como segunda patria para huir cuando el peronismo logró la anulación de las leyes de impunidad que lo habían favorecido.
Barreiro manipula la necesidad de verdad de los familiares de las víctimas y de la sociedad. Amaga con romper el pacto de silencio y aprovecha para ganar espacio en los medios. Entrega algunos nombres, especula: verdad a cambio de impunidad, como contracara de justicia pero con silencio. En verdad no entrega nada. Los 25 nombres corresponden en su mayoría a militantes populares que habían caído antes del 24 de marzo de 1976. Son víctimas del accionar represivo de su antecesor en La Perla, el ex capitán Héctor Vergez, otro “nacionalista” que fue guardaespaldas de María Julia Alsogaray durante el menemismo. Vergez es el típico psicópata: había creado una fundación para ayudar a los jubilados y en realidad la usaba para estafar y apropiarse de sus casas. Barreiro desprecia a Vergez con quien mantiene diferencias desde la época de la represión. Por eso, la información que entregó tiene muy poco valor real. Lo único que hace es generar una expectativa y abrirle espacios en los medios.
Pero algo pasó por su cabeza. Su jefe, el dictador Jorge Rafael Videla, dijo poco antes de morir que “lo peor que le había pasado eran los Kirchner”. El apellido no estará en las boletas del año que viene. Mauricio Macri ha dicho que si gana “se acabará con el curro de los derechos humanos”. Otros candidatos hablan, sugieren, entredicen y no terminan de ser claros, pero suena una definición capciosa: “Justicia completa” o “memoria completa”, incluso entre la madre de un desaparecido que militó a favor de la guerrilla. El concepto se emparienta con los Juicios de la Verdad, como los de Sudáfrica y Brasil, donde a cambio de la verdad, asesinos y torturadores quedaron en libertad. Y ese concepto se roza con la sonda que envía el torturador Barreiro. Es una sonda que entrelaza complicidades en los dichos de Macri, en la necesidad de verdad de los familiares de las víctimas, o en el discurso justificador del terrorismo de Estado de la “justicia completa” o la “memoria completa”. La oposición no ha sido clara y en algunas alianzas, como FA-Unen, ni siquiera hay una definición en común entre lo que pueda pensar Pino Solanas y Ernesto Sanz u Oscar Aguad. La misma opacidad estaba en los discursos de campaña de Carlos Menem en 1989 cuando se le preguntaba por la amnistía. Era obvio que la iba a decretar, pero en la campaña no lo decía con claridad. Cuando habló Cristina Kirchner en el Día Internacional de los Derechos Humanos pidió que los candidatos presidenciales expresaran cuáles serán sus políticas de derechos humanos.
Como la mayoría de los políticos han sido interpelados alguna vez por el movimiento, lo miran con recelo y no aciertan a darse cuenta de la trascendencia que tiene esta temática en la construcción institucional de estos años. En una sociedad sin tradición democrática, la legitimidad democrática no surge de la clase política, ni gremial, ni de la Iglesia, ni mucho menos de las Fuerzas Armadas, sino de la resistencia pacífica y democrática de los organismos de derechos humanos contra la dictadura. En esa epopeya está la reserva más importante de valores éticos y democráticos que hay en esta sociedad. Desde el 10 de diciembre de 1983 hasta ahora los gobiernos han tomado esta problemática o han tropezado con ella, y la democracia se fue delineando en gran medida en esa serie de encuentros y desencuentros. Está más allá de la decisión de los gobiernos: si no se le quiere dar importancia, se convierten en importantes por eso. Y si se le da importancia, también. Es el contrapeso a la gran noche de la dictadura: lo que más se violentó y negó en ese momento es lo que más pesa ahora.
Ni siquiera Mauricio Macri se puede dar el lujo de ningunear esta problemática porque se le podría convertir en el peor clavo de su cruz. A pesar del peso que tienen los derechos humanos en la conciencia de la sociedad, la mayoría de los gobiernos –con excepción de la primera etapa del alfonsinismo y de los actuales gobiernos kirchneristas– buscaron formas de impunidad para los represores. La anulación de las leyes de impunidad y la realización de los juicios a los represores constituyen un logro estratégico en la construcción de sustentabilidad y ciudadanía de esta democracia. Los medios concentrados de comunicación en general fueron contrarios a este proceso al igual que la mayoría de los políticos que se declaman republicanos o democráticos.
Solamente está claro lo que haría el kirchnerismo –peronistas o no– porque ni siquiera es posible saber lo que harán algunos de sus aliados. Cuando la oposición pasó por el gobierno –desde la derecha peronista y radical hasta algunos progresistas moderados–, buscaron la impunidad de los genocidas. Es difícil saber lo que piensan ahora, ya que consideran que el kirchnerismo ha monopolizado los derechos humanos. La frase de Macri daría la impresión de que la búsqueda de impunidad pasaría por un discurso para desacreditar a los organismos de derechos humanos. Esa ha sido la estrategia de estos años: desacreditar a los protagonistas de políticas activas y progresivas como principal curso de acción, sin plantear opciones concretas, y muchas veces escondiéndolas por su carácter impopular.
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