lunes, 1 de agosto de 2011

La Recaída de Buenos Aires

Por Juan Sasturain
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En esta hermosa ciudad, rebautizada última y malamente CABA, prácticamente no hay cosa que no se haya hecho, reformulado o padecido dos veces. La doble circunstancia, de todo tipo –repetición, binaridad, inversión–- parece estar en su naturaleza. Desde el mismísimo nombre, como ha recordado dramáticamente el maestro Marechal en Megafón: este caserío fue bautizado en origen de dos maneras, como “ciudad de Santa María y puerto de los Buenos Aires” –o algo así–; es decir que nos quedamos, emblemática / programáticamente, con el nombre del puerto en lugar del de la ciudad... El atormentado Murena, desde otro lado ideológico incluso, tuvo mucho y original que decir al respecto. Y cabe recordar que además de ser ingenioso y original solía tener razón, como Oscar Wilde.
Sin irnos de ahí, de la fundación, esta ciudad necesitó ser puesta dos veces en el lugar para finalmente quedar donde está, como si hubiera costado pegarla al barro de la orilla pastosa del Plata sin plata alguna. Sabemos que don Pedro de Mendoza, el que se muere de frío en la barranquita del Parque Lezama donde supuestamente hizo pie –y resbaló–, hizo lo que pudo, pero no alcanzó; se necesitó que el vasco Garay llegara desde el banco para refundar lo deshilachado y soslayando los huesos mal sepultados y mal comidos de los originales pobladores la refundó con el énfasis y la convicción propia de los de su estirpe. Que los querandíes no se lo perdonaran y se lo hicieran pagar al tiempo con su vida, no invalida el gesto: lo rehecho, rehecho estaba. Y ahí quedó Garay, pegado a la Plaza y a la Casa, y señalando con el dedo.
Es obvio que los máximos y más vistosos avatares que experimentó el destino de Buenos Aires –ya cabeza de Virreinato– fueron las consabidas invasiones inglesas de la primera década del siglo XIX. Que fueron dos, claro, y como debe ser: si Beresford nos primereó y acá se enseñorearon por un tiempo los casacas rojas –ídolos de nuestra burguesía comercial– hubo una criolla y heroica Reconquista; y si el alocado Whitelocke calculó mal al año siguiente y se mandó al River Plate sin cálculos ni promedio adecuados, hubo una porteña Defensa aguerrida que lo rechazó largo y definitivamente.
Quiero decir: dos Nombres contiguos; dos Fundaciones sucesivas y superpuestas; una Reconquista y una Defensa, inolvidables y simétricas hazañas –Liniers mediante–, como históricos partido y revancha por la Copa Soberanía... Toda una historia de pares no empardables. Pero esta misma Buenos Aires, que ha sobrevivido gloriosamente a administraciones bárbaras y cajetillas, milicos demoledores y ladrones de guantes multicolores, en los últimos años –autonomía y democracia bienvenidas y ejercitantes– ha incorporado (para algunos diagnosticadores que seguro sangramos por la herida, qué duda cabe), un nuevo par de avatares retrógrados y preocupantes: la Caída de hace cuatro años en manos de la política marketinera que considera a la Ciudad como una Empresa; y la Recaída de ayer, resultado desalentador en tanto y en cuanto no hubo forma ni aptitud ni actitud ni concierto a la hora de encontrarle la vuelta a la enfermedad y –pese a los síntomas alarmantes– tras la consulta a los interesados, seguir con el tratamiento equivocado.
En fin... “Ahora sólo nos cabe esperar”, como suelen decir los médicos, en las convencionales películas melodramáticas, al salir de la habitación donde el paciente está cachuzo, maltrecho o poco menos. En esos casos el guión le suele hacer decir al facultativo que (el paciente, la chica, el héroe o la Ciudad) está en manos de Dios, el Destino o Responsable equivalente. No es éste el caso, ni mucho menos.
Y –esperemos que no– pero sabemos que son jodidas las Recaídas. 

Página12

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