sábado, 3 de septiembre de 2011

La disputa por el sentido y el 14 de agosto

Por Ricardo Forster





Pocas, por no decir escasísimas, son las sociedades que han logrado abrir la caja de Pandora de los medios de comunicación desplegando un debate público y transversal formidable que marca un antes y un después en la historia política, cultural y comunicacional del país. Desde hace décadas, eso es más que evidente para cualquier observador, que los fenómenos mediáticos asociados a la industria del espectáculo y la información son temas de análisis académicos y teóricos (allí, por lo tanto, no se encontraría la novedad argentina). Lo original, lo inusual y aquello que marcó la diferencia fue que saliendo de ámbitos reducidos propios del mundo universitario y de congresos para especialistas, lo que se desplegó entre nosotros fue un debate que atravesó a la sociedad, que la convocó y la conmovió desbordando los límites infranqueables y haciendo saltar los mecanismos del prejuicio y develando lo que permanecía velado para la mayoría y como estructura del secreto celosamente resguardada por el poder corporativo. Y eso fue posible porque se dio en el espacio público y en el interior de una extraordinaria coyuntura política que habilitó un conflicto recreador de la vida democrática.

Lo que antes se circunscribía a ámbitos acotados y bajo la regla, casi siempre, de los lenguajes académicos poco accesibles para el gran público y por lo general alejados de la controversia política, se trasladó a otro escenario en el que se entremezclaron distintos lenguajes y diferentes experiencias como nunca se había logrado ni probablemente intentado previamente. Todo se puso en discusión: la estructura monopólica, la carencia de independencia y de objetividad, la falta de circulación igualitaria de las palabras y las imágenes, los intereses económicos puestos en juego, la asociación entre medios de comunicación concentrados y giro neoliberal, la manipulación de las audiencias y la construcción sistemática de sentido común y de opinión pública. Simplemente cayeron los mitos de la autonomía periodística y se abrió esa fortaleza inexpugnable desde la que se ha buscado y se sigue buscando fijar las grandes líneas políticas del país. Y eso se hizo respetando el estado de derecho, el juego democrático y dándoles participación a los excluidos de la comunicación y a los que suelen permanecer invisibles.

Se trató, por lo tanto, de un conflicto cultural-político de amplias dimensiones que logró horadar el grueso muro de autoprotección y de silencios destacando la significación de ese tipo de disputa en la puja por la hegemonía cultural en un momento clave de la historia argentina. Quedará como un notable acierto del kirchnerismo y de quienes desde la esfera cultural se comprometieron con la defensa del Gobierno en medio de la ofensiva agromediática, haberse atrevido a dar esa pelea que, a priori, parecía imposible de ser ganada tomando en cuenta la envergadura del adversario. Haber comprendido el contenido y el sentido de esa disputa y haberse empeñado a fondo eludiendo las componendas y las resignaciones tan al uso de la mayor parte de las fuerzas políticas a lo largo de las últimas décadas, acabó por otorgarle una dimensión que enlazó lo épico con lo político, lo oculto con lo visible y lo que parecía inabordable con el trabajo sistemático de desmontaje de la máquina mediática. El kirchnerismo transitó, de un modo inesperado, por el territorio vedado de los grandes medios de comunicación abriendo, de ese modo, una profunda brecha en el interior de un dispositivo que parecía intocable. De ahí en más todo texto periodístico sería traducido de acuerdo a la lógica desplegada por el conflicto, es decir, se quebraba la lectura acrítica e inocente y se inauguraba, bajo nuevas condiciones, el tiempo del cuestionamiento y el desenmascaramiento. Por eso, hoy, le resulta tan difícil a la corporación mediática imponer, como verdades indiscutibles, sus operaciones políticas. Sirva esta introducción, creo que necesaria, para abordar lo que me propongo discutir en este artículo insistiendo, una vez más, con la dimensión de batalla contracultural que adquirió, a partir del conflicto por la 125, la disputa por el relato, uno de cuyos ejes ha sido el de la controversia comunicacional. Destacando, a su vez, que el resultado del 14 de agosto no puede ser reducido, como se lo quiere hacer, a la bonanza económica y a los altos índices de consumo. Alguna importancia debe haber tenido, estimado lector, esta larga disputa cultural política que fue cambiando la hegemonía del decir y de su aceptación social.

Cuando poco y nada queda por cuestionar lo que emerge, una y otra vez, es la ya conocida y gastada estrategia de reducir la política a fraude o corrupción. Cuando las fuerzas mancomunadas de la oposición no saben de qué modo salir del estupor que todavía las invade desde la noche del 14 de agosto, es la corporación mediática la que sale a dibujar la estrategia para intentar, con desesperación elocuente, debilitar a un gobierno que se encamina a paso seguro a revalidar su legitimidad en las elecciones de octubre. Algunos intentan esgrimir una vez más el fantasma del hegemonismo con la intención de que una parte del electorado se vuelque hacia los partidos minoritarios al menos votando legisladores de la oposición; otros se pasan la factura de los errores y no alcanzan a salir de su propio pantano; los demás, ya resignados, se preparan para futuras batallas que queden allende octubre, imaginando que si este no fue su tiempo lo será un futuro próximo cuando “la crisis mundial golpee sobre nuestra economía y desvanezca el modelo kirchnerista”. Lo que sigue permaneciendo ausente es el debate, en el interior de esas fuerzas políticas, de su propia responsabilidad a la hora de intentar explicar, con algún grado de verosimilitud, las causas de sus fracasos. Hace mucho tiempo que la cooptación de la oposición por la agenda mediática la dejó huérfana de ideas.

Lo cierto es que nunca como en estos días, el ciudadano de a pie pudo contemplar el vacío argumentativo y la falta de propuestas y de cualquier atisbo de seriedad de parte de una oposición que, como dijimos en algún otro artículo, se parece más a una tienda de los milagros que a un conjunto de fuerzas políticas capaces de desplegar posicionamientos acordes con las necesidades de nuestro país. Al propio oficialismo le está faltando una oposición a la altura de las circunstancias capaz de plantearle desafíos políticos e intelectuales que pongan a prueba la consistencia de sus estrategias y de sus objetivos. La pobreza más que franciscana de la oposición degrada la vida democrática, la hace más frágil e inconsistente allí donde le deja a las usinas mediáticas hacerse cargo de “inventar” cada semana algún “escándalo” que pueda dañar a Cristina Fernández de Kirchner.

Mientras sigan siendo las tapas de Clarín o las “sesudas” columnas de opinión de periodistas e intelectuales “independientes” que se despachan a diestra y siniestra desde las páginas de La Nación, las que fijen “la política” de la oposición, el destino de esta última continuará siendo el pantano en el que seguirán hundiéndose inexorablemente. El Gobierno, mientras tanto, seguirá desarrollando una gestión que parece convocar a una mayoría consistente de ciudadanos que ya no comen vidrio y que han podido establecer una relación entre su propia experiencia y lo que efectivamente viene aconteciendo en el país. Pocas veces, como en estos meses, se ha producido una clara puesta en evidencia de lo que ha sido la construcción de un relato de la realidad que se organizó alrededor de la falacia, el fraude informativo y la deslealtad respecto de la propia realidad. Un viejo contrato entre los medios de comunicación, hasta hace poco hegemónicos, y su público ha quedado al borde de la ruptura. Ese contrato exigía, al menos de parte de los medios, un cierto equilibrio, un juego mínimamente verosímil que no arrojara sobre la realidad un manto de ficciones insostenibles. Más allá de los aciertos y errores del Gobierno, ha sido la propia corporación la que, con su intransigencia salvaje y su absoluta carencia de ecuanimidad informativa, ha habilitado la sospecha creciente del ciudadano dispuesto a no dejarse capturar por un relato atravesado por el odio y el prejuicio y sostenido con exclusividad en la defensa de intereses económico-políticos. Atrapados en su propia dinámica, los grandes medios concentrados no pueden cambiar una práctica que los conduce directamente hacia la deslegitimación que, cuando finalmente ocurre, es muy difícil, por no decir imposible, de remontar.

Todos, sin excepción, siguen azorados porque tanto insistir con un relato hecho de críticas despiadadas, de denuncias inconsistentes y nunca comprobadas de corrupción, de profecías incumplidas acerca de catástrofes inminentes, de improvisación gubernamental, de jóvenes “subversivos” copando cargos y afianzándose como ejes de un poder omnipresente y autoritario, de una Argentina “aislada del mundo” y débil para enfrentar los tremendos desafíos de una época de crisis, de pobres más pobres que nunca, de clientelismos desmadrados, de supuestos “vientos de cola” que explican el crecimiento de la economía o de la “utilización oportunista de su condición de viuda” por parte de la Presidenta (alcanzando aquí el paroxismo de la impudicia), etcétera, etcétera, no han producido otra cosa que un efecto boomerang sobre ellos mismos. ¿Quién puede resistir la lectura de diarios que desde la primera hasta la última página sólo despliegan una lógica del terror informativo? ¿Quién puede creerles a quienes sólo se dedican a reproducir hasta el hartazgo operaciones que se deshacen al correr de los días para ser reemplazadas por otras operaciones que esperan el mismo destino?

No se trata de que el Gobierno haya hecho todo bien, eso es algo absurdo e insostenible en el interior de una sociedad y de una realidad compleja y contradictoria en la que nada es sencillo ni lineal. Siempre hay errores, fallas, desvíos, problemas de distinto tipo que son parte de la vida de una sociedad y de las fragilidades propias de la política de cualquier oficialismo (incluso de aquellos gobiernos que pueden ser reconocidos como virtuosos). El kirchnerismo ha atravesado sus propias contradicciones pero lo ha hecho de cara a la sociedad y sin eludir el debate público. Le ha tocado gobernar un tiempo argentino extremadamente difícil, no sólo por las condiciones internas siempre problemáticas sino, también, por las arduas vicisitudes de la economía mundial; pero lo ha hecho con decisión y creatividad sacando al país de una dinámica de decadencia que parecía irrefrenable. Lejos de aceptar esto, la oposición político-mediática prefirió inventarse su propia realidad elevándola a verdad incuestionable. Los resultados del 14 de agosto rompieron en mil pedazos esa estrategia absolutamente inverosímil y terminaron por llevar a las fuerzas opositoras a un callejón sin salida. De muchas cosas se vuelve, menos del ridículo y de la transformación en pellejos vacíos de quienes supuestamente deberían ser portadores de tradiciones políticas y de propuestas efectivas capaces de dirimir con quien hoy fija las condiciones del debate en el interior de nuestra sociedad: el kirchnerismo. Un debate, como se ha dicho, que recuperó el espacio público y la participación ciudadana como una genuina virtud democrática. Y lo hizo resignificando la dimensión política de la controversia cultural multiplicando las voces de todos aquellos que se sintieron convocados para producir un hecho inédito en la historia de nuestro país: la promulgación democrática de una nueva ley de servicios audiovisuales nacida de una multiplicidad de voces que se entrelazaron para hacer inviable la continuidad de la ficción construida impunemente por la corporación mediática. Algunas de las consecuencias de esa ardua disputa por el sentido están a la vista y contribuyeron a la victoria del 14 de agosto. 
 
EL ARGENTINO

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