El feriado
Por Sandra Russo
En este primer feriado del 24 sin Néstor Kirchner me vino a la cabeza una conversación que tuve en esos días con un compañero de este diario. Yo había estado de acuerdo con el feriado casi automáticamente, sin razonarlo ni medirlo ni sopesarlo. Aquel compañero, que había estado exiliado, me dijo “a partir de ahora, gobierne quien gobierne, ese día se cuenta la verdad”. Me lo dijo con asombro y casi como una deducción. Era la época en la que muchos militantes de derechos humanos sin vínculos con el peronismo empezaban a admitir que no había diferencia alguna entre las políticas de Estado que habían reclamado siempre y las que Kirchner hacía suyas.
Ese era el sentido del feriado, su inercia fuerte, su textura. Que a partir de entonces, gobernara quien gobernara este país, el feriado indicara un sentido. El sentido era el de las víctimas del genocidio. Para ese entonces, ya no había dos demonios ni guerra sucia ni defensa del ser nacional ni la salvación de la patria de individuos con ideas foráneas que venían a destruir el modo de vida argentino, y todos esos otros eufemismos que nos habían acompañado, como sonido ambiente, desde 1976. La Justicia había hablado de genocidio y eso se sellaba con un feriado y la institución del Día por la Memoria de la Verdad y la Justicia.
El sentido de este feriado fue y es, en consecuencia, anclar en nuestra idiosincrasia un grado de verdad que no fue declamativo ni cosmético, sino que fue acompañado de políticas que elevan los derechos humanos por sobre cualquier discusión ideológica. Sobre ideología se puede discutir todo. Sobre la masacre, sobre los secuestros, sobre las desapariciones, sobre el robo de bebés, sobre los cuerpos tirados al río, sobre los campos clandestinos, sobre esa monstruosa capa de sombra y muerte que implicó el golpe del 24 de marzo de 1976, ya no se puede decir nada. “Ya no tiene vuelta atrás”, dijo hace poco el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. El feriado recogió evidencia jurídica e histórica, y la puso en contacto con las vidas reales de millones de ciudadanos argentinos: es la Nación la que admite el lamento por aquel día.
Siempre hubo y habrá actos organizados por los organismos de derechos humanos, siempre hubo y habrá plazas para recordar a las víctimas. Pero el feriado institucionalizó ese dolor. De alguna manera, cerró una discusión, marcó un fin de época y le dio carácter al ciclo nuevo. Desde escasos nichos recalcitrantes de la derecha siguen diciendo hasta hoy que este período es el de “la revancha” de los que “perdieron la guerra sucia”. Hemos leído esos argumentos hace muy poco, cuando tanto el gobierno porteño como el arzobispo de La Plata plantearon objeciones ante cuestiones curriculares que hablan del golpe del 24 de marzo.
Dicen que son “gramscianas”, sin aclarar qué de Gramsci está mal. Pero lo que hoy está muy claro es que esas objeciones son evidentemente ideológicas, y lo que dice el feriado va más allá de cualquier ideología. No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. Si nos circunscribimos a esas dos oraciones, ¿quién y por qué motivo puede oponerse? ¿Qué tendencia política u orientación ideológica puede no estar dispuesta a atenerse y a congratularse de que todas las tendencias y orientaciones se atengan a su vez a esas dos reglas? No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. ¿Quién no firma?
Aunque a veces parezca que lo que llamamos batalla cultural se circunscribe a una pulseada coyuntural, se trata de algo mucho más profundo y sedimentario. Se trata de la raíz de nuestras percepciones de la realidad y de nuestras explicaciones sobre el mundo. Así como no hubo nunca dos demonios, y el terrorismo de Estado se elevó solo y terrible a la categoría de las peores pestes que pueden asolar a una sociedad, tampoco hay ahora dos maneras de entender el sentido del feriado. No se debe interrumpir el orden constitucional. No se debe matar. Somos otro país si creemos eso.
Página12
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